Literatura uruguaya

Literatura uruguaya contemporánea.Poeta y narradora. Verónica D´Auria es Licenciada en Letras trabaja como docente de lengua y literatura inglesa. Autora de artículos de crítica y pedagogía.

Argumentos para cortometrajes.

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lunes, 2 de agosto de 2010

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Publicado por Verónica Dauria en 18:31

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SIN COTURNOS

Estaban todos en el primer año del Centro Nacional de Arte Dramático que quedaba en una parte del edificio antiguo y bello de la Escuela Nacional de Arte y Diseño. Hacían ejercicios graciosos que les ayudaban a enfocarse y perder la compostura. Se iban haciendo amigos por afinidades. Cada uno era de distintas regiones. Había alumnos de la capital, de pequeñas zonas rurales, de los afamados balnearios. Leían mucho, como nunca habían leído en su vida: historia del teatro, historia nacional, libros gruesos de estética. Y hacían pequeñas escenas de clásicos europeos y latinoamericanos, que era casi siempre la parte favorita de todos los estudiantes.

Los profesores eran figuras de peso dentro del teatro, críticos conocidos, afamados directores. Algunos caminaban como estrellas que hubieran descendido para conocer a los mortales, otros gritaban. Algunos gesticulaban mucho y pocos usaban el humor puro como herramienta.

Se enteraron un día cercano a fin de año que iban a hacer Medea de Eurípides. Algunos se alegraron, les parecía un desafío; otros desearon afilar sus uñas en textos más contemporáneos pero como todos sabían era un clásico rito de pasaje.

A ella le tocó interpretar el rol de Medea. Era una de las que más participaba en el grupo, haciendo asociaciones fantásticas con el folclore y las tradiciones ancestrales del país. Era inteligente y llena de curiosidad. Sus ojos castaños brillaban con la luz de la ventana que los volvía casi amarillentos. Tenía una pasión por su carrera que la hacía sobresalir del conjunto. Tenía que ser Medea. La eligieron no solo los profesores del curso sino los propios compañeros

Lo peor de la noticia les llegó después. Debían representarlo a la usanza griega con ropajes clásicos y los coros debían ser cantados como se hacía en los torneos antiguos.

Comenzaron a leer materiales, libros viejos y algunos buscaban imágenes en la red. Pidieron a sus profesores que los dejaran hacer una adaptación moderna. La directora de los cursos les respondió que sería una magnífica oportunidad para sentir empatía con los actores griegos y empaparse del espíritu de la época. Argumentaron, los lideró Medea que quería hacer un buen rol y algo significativo, pero los docentes hicieron oídos sordos.

Empezaron entonces las reuniones nocturnas para prepararse. Había un alumno que iba a organizar el coro y tenía un gran salón comunal del edificio en un barrio tranquilo de la capital. A veces los sonidos se elevaban y llegaba la protesta de algún vecino pero los ensayos eran por lo general tranquilos. Ya los textos traducidos al español requerían un esfuerzo para lograr una identificación completa. Comenzaron a trabajarlos. Una alumna gordita y un poco depresiva haría de nodriza. El mensajero era alto, con aspecto de basquetbolista, pero tenía muy buena voz y era muy empeñoso. Creonte era un muchacho medio rubio descendiente de alemanes. Jasón era el más mujeriego, que siempre andaba proponiendo encuentros a las alumnas bonitas. Lo eligieron sin permitirle dudar por un instante, como si hubiera nacido para ese papel.

A medida que se acercaba la fecha de la representación se ponían más nerviosos y su ansiedad aumentaba cuando pensaban en el vestuario y la coreografía. Habían visto diversas imágenes un poco confusas y contradictorias de los coturnos. Sabían que tenían unos cordones que los ataban a toda la pantorrilla o eso creían. Había un alumno que pintaba bien y se ofreció a hacerles las máscaras de cartón pero lo complicado era incorporarles un cono para amplificar la voz. Encontraron unas túnicas psicodélicas en tiendas de segunda mano que parecían pertenecer a gente rica de fines de los sesenta.

Ensayaron durante el día en un enorme salón dentro del edificio de la escuela, cerca de la entrada, que era la misma para todas las artes. Por allí pasaban músicos y aspirantes a pintores o escultores, cantantes líricos y futuros actores. Despejaron todas las sillas lo más lejos posible de la pantalla de proyección y comenzaron a tomar sus turnos.

Medea exclamó lastimera

Como la vida no tiene ya atractivo para mi

deseo morir

La nodriza la siguió. Los ojos le brillaban llenos de energía. El rubio era un Creonte repugnantemente soberbio y Jasón un hipócrita consumado. Se rieron de sus propias solemnidades.

En la noche antes del estreno fueron a festejar a un restorancito por las afueras de la ciudad que tenía las paredes violetas cubiertas de fotos viejas de atletas olímpicos de su país y pidieron pisco y algunas cervezas mexicanas. Rieron a los gritos, algunos lloraron después de mucha bebida. Estaban todos nerviosos como si fueran ya actores profesionales y los críticos afamados o el gran público fuera a darles un fallo definitivo.

Medea se levantó temprano, con el reloj de su madre que iba a trabajar en un estudio. Vio entrar por la ventana llena de macetas con flores los primeros rayos del sol. Repetía sus líneas como si estuviera hipnotizada

Quien te dará hospitalidad

que techo te cobijará

que tierra podrás encontrar

que te libre de males

Ella, la nieta de Helios que subiría al cielo en un carro y daría muerte a sus propios hijos. Por suerte todo esto ocurría fuera de la escena ¿Qué pasaría si hubiera que representarlo todo? Se imaginó a sus compañeros diseñando un carro y pintando las llamas de fuego con elementos tan precarios. Que absurdo era todo eso.

Fueron llegando uno a uno los actores y se vistieron en el salón de la escuela más cercano al patio donde se llevaría a cabo la actuación. El público serían sus propios profesores del curso y quizás algún curioso de las otras carreras artísticas. Había unos limoneros en el fondo del patio y un estanque que supo tener peces con el agua medio verdosa. El edificio era de los años 30. Estaba lleno de balcones esbeltos que daban directo al patio. En nada se parecía esto a los anfiteatros griegos.

Cuando hubo que calzarse los coturnos se dieron cuenta que apenas podían caminar. Algunos los habían hecho de trozos de cartón pegados, atados por cordeles. Otros con envases de plástico sobre los cuales se paraban los actores sintiéndose ridículos. Las túnicas eran carnavalescas y las máscaras eran tan incómodas que parecían todos envueltos en burkas y obligados a repetir sus líneas.

Salieron al patio arrastrando sus pies con las cajas y con los cartones, con las túnicas con picos en las mangas y las caretas atadas con elástico.

Medea luchaba por transmitir algún sentido a sus palabras, sepultada detrás de la máscara

Ni tengo patria ni hogar

ni refugio alguno en mis males

Pero de todo lo peor era el coro que debían representar. Uno de los actores tenía un hermano músico y éste sin saber algo mejor les había pedido que entonaran sus líneas a manera de cantos gregorianos. Parecían gigantescos fantasmas ululantes.

Se corrió la voz en el Instituto que había algo gracioso en el patio, un espectáculo humorístico. Los cantantes líricos y los futuros escultores miraron riéndose desde las ventanas al coro que lúgubre repetía

Nunca falté yo a los deberes de la amistad.

Los jóvenes se apiñaban en las ventanas y no paraban de reírse de los actores cada vez más solemnes aullando sus líneas tras las máscaras de cartón. Nadie entendía el argumento, ni siquiera que se trataba de una tragedia. Pensaron que era una chifladura de algunos directores vanguardistas o algún acto dadá. Los coturnos empezaron a desarmarse y los actores tropezaban para llegar a sus lugares.

Sin haberse puesto de acuerdo uno a uno los estudiantes comenzaron a rebelarse. Se arrancaron primero los coturnos que estaban ya casi destrozados. Luego se quitaron las máscaras, empezando por Medea que quería decir sus líneas a viva voz

Yo que les di la vida

yo se las quitaré

resuelto está

y se cumplirá

Luego el actor musculoso que hacía de Jasón fue a buscar un equipo de música portátil. Puso una pista de reguetón y el coro comenzó a cantar como intérpretes portorriqueños sus líneas con los ritmos callejeros

En vano los dio a luz con los dolores

en vano fuiste tronco de amada prole

y después en otro momento entusiasmados

Salvemos a sus hijos de la muerte

Los curiosos con medio cuerpo fuera de los balcones comenzaron a aplaudirlos siguiendo los ritmos estridentes y primitivos de los reguetones. Los profesores observaron primero como dioses desde la máquina, luego divertidos los primeros pasos de sus alumnos para comunicarse con el público.

Sudando después de haber cantado y bailado en ese día tan cálido, los actores inclinaron los cuerpos para saludarlos.

EL GUISADO

En la oficina pensaban que su carácter y sus complicaciones se debían a que la habían criado padres viejísimos y que de niña no tenía otra compañía que ellos y un antiguo piano. Alguien había ido al mismo liceo y recordaba haber conocido su casa, ubicada en una manzana del centro de la ciudad. Tenían las cortinas de terciopelo gris oscuro siempre cerradas, incluso en verano, porque la luz les molestaba la retina. No había aire tampoco porque había que cuidarse de las corrientes. De la cocina provenía el olor a cáscara de fruta podrida o a una grasera mal limpiada. Nadie quería ir de joven a visitarla. El piano de la sala estaba desafinado. Ella había tomado lecciones desde que era niña_ tampoco había salido pianista.

Trabajaba en cambio en una dependencia pública en donde sus fuertes reyertas a los gritos espantaban a sus compañeros. Hacía una cantidad de horas extras;era la última en salir del edificio, a excepción de los guardias profesionales y parecía no tener mucho apuro por regresar a su casa, donde estaba siempre sola.

No se le conocían hombres, ni amoríos ni noviazgos. Casi nadie se acercaba a ella si no necesitaba sus servicios. Sin embargo cuando venían a la división las vendedoras de ropa interior compraba unos conjuntos sensuales con encaje negro y rosado y perfumes fuertes para demostrarles a todos que ella también tenía una vida oculta que no iba a compartir con nadie. Solo tenía contacto con los guardias de seguridad de los últimos horarios de la noche con los que intercambiaba las frases habituales y a quienes hacía las preguntas de rutina. Cómo está la familia? Terminaste de dar literatura en el liceo nocturno? Cómo están los perros de tu madre? Y ella les hablaba a cambio de la casa del balneario aunque no pensara invitarlos.

Los padres habían muerto y no tenía ni primos ni tíos. Había conservado la cabaña del balneario que estaba lejos de la playa y muy cerca del bosque donde recogía setas para sus guisados. Sabía cocinar muy bien aunque comiera sola. Preparaba una cacerola grande con cebolla, carne, papas, hongos y zanahorias y le agregaba una buena cantidad de vino tinto.

Como no tenía vecinos cercanos y tampoco intercambiaba con ellos más palabras de las necesarias, estaba siempre aislada.

Ellos la veían pasar con una bolsa enorme con el logo de coca cola a recoger los hongos del bosque. No sabía nada de las setas pero presumía que eran todas buenas. Recogía siempre unos marrones parecidos a campanas y los dejaba secar en la ventana. No tenía ni siquiera un perro o un gato_parecía no necesitarlos. No temía que la robaran, ni a los ruidos de la noche. Solo tenía una radio para hacerse compañía. Sintonizaba cualquier número del dial y escuchaba todo tipo de música _desde clásica hasta reguetones_y programas donde discutía la gente de las más variadas opiniones. No le interesaba la política pero le entretenía como procuraban convencerse de las cosas más inverosímiles_desde la ley de riego hasta si debía haber instrucción religiosa dentro de las escuelas. No leía mucho ni salía. Solamente limpiaba la casa de forma mecánica.

Nunca había invitado a nadie del trabajo pero todos sabían por chismes donde quedaba exactamente en el mapa .Ella salía con el pelo oscurísimo y lacio partido al medio como una figura espectral a recoger los hongos en todas las estaciones, sin importarle el color o el aspecto de las setas.

Una bióloga que vivía a unas pocas cuadras largas se acercó a ella un día y le preguntó si ella sabía algo de hongos, que podía haber algunos peligrosos. Sin ser grosera le dio a entender que lla confiaba en su propio instinto como lo había hecho antes su madre y que no precisaba consejos de extraños.

Un fin de semana de mayo luego de unas copiosas lluvias vio unas setas medio escondidas en lo que parecía barro espeso. Tenían el sombrero convexo y un tallo esbelto con un anillo pequeño .Debían medir un poco más que un dedo. Recogió un montón de ellas que estaban muy cerca y las llevó a la casa.

Prendió la radio. Había un programa de consejos para sacar las manchas de las prendas de lana. Encendió la cocina vieja de color verde medio descascarada. Puso a hervir las zanahorias con las papas. En un sartén frió la cebolla y los ajos. Después saltó la carne. Picó una a una todas las setas y llenó abundantemente la olla mediana de vino tinto de caja. Al finalizar el guiso le echó sal y comenzó a probarlo.

A los pocos minutos se encontró más liviana. Sintió que desaparecían sus migrañas y que no le importaba su soledad o los comentarios que hicieran los vecinos o sus compañeros de trabajo

Luego fijó su vista en un cuaderno en blanco donde anotaba las compras del supermercado y todos sus gastos. Los renglones le parecieron de un verde muy brillante, como si el sol los hubiera iluminado.

En un tercer momento se vio a sí misma dentro del cuaderno caminando por lo que podía ser una calle en invierno. Llevaba el uniforme y se dirigía al colegio. Veía las caras fugaces de los profesores. La pipa del profesor de física. El humo salía mientras iba dictando sus apuntes. La profesora de química enseñando a sus alumnos a hacer jabones toscos y anilinas con olor a frutilla. Sintió los comentarios ofensivos de los compañeros que la alejaban del mundo social

El humo de la pipa salía por el cuaderno y se parecía a un hongo gigantesco de una explosión nuclear. Pensó que estaba envenenada y luego pensó que debía estar muerta pero como movía las piernas decidió quedarse recostada y se durmió vestida en el sillón.

Al otro día ojerosa fue a hacer las compras en el centro del balneario pero miraba a su alrededor como si todos supieran que había sucedido. Compró un encendedor de plástico en el viejo almaceny decidió comer solo arroz con aceite. Ni siquiera llevo la caja de vino tinto. No gracias dijo cuando se la alcanzaron

Como no estaba cansada decidió buscar en la red el tipo de hongo que había consumido. Se trataba de un hongo alucinógeno que otros pueblos habían llamado carne de los dioses. Había tenido una experiencia mística pero de ninguna manera volvería a repetirla La había sacado hacia afuera de su pequeño mundo pero también había sido perturbadora.

Esa tarde estuvo todo el tiempo sin hacer nada escuchando en la radio los pedidos de la gente para dedicarle a los amigos o a los novios sus temas favoritos. Oyó a Celia Cruz en lo que era uno de los temas más repetidos de los radioescuchas Ay no hay que llorar Que la vida es un carnaval Que es mas bello seguir cantando. Siempre la oía con cierto cinismo.Hoy no podía reaccionar ni a la música ni a la letra. Estaba catatónica.

Volvió al trabajo. Comenzó a comprar galletitas para convidar a los compañeros de la noche. Parecía que algo había cambiado. Pero no cesaron sus arranques de mal humor, sus encontronazos con otros compañeros acerca de quién había firmado o dejado de firmar los expedientes, sus impertinencias con los superiores. Hacía su trabajo de manera correcta y nadie pensaba echarla o sumariarla pero no hubiera resistido la presión de una entrevista a cualquier otro empleo.

Como en su casa del balneario en su oficina tenía toda la tarde la radio prendida en cualquier dial. Como trabajaba sola podía elegir la emisora, pero ni siquiera tenía preferencias. Le alcanzaba con sentir una voz, un par de voces, un coro para sentirse acompañada .Prefería esto a los diálogos de la vida real y la curiosidad sin límites que tenían las personas sobre la vida ajena.

Cuando llegaron los días libres ella volvió a la cabaña del balneario. Tuvo que poner vinagre para que no se acercaran los gatos, atraídos por el olor a guisado. La cocina estaba impercudida y tuvo que limpiarla durante horas mientras miraba el cuadro desvaído de una callecita de París que habían comprado sus padres de jóvenes en uno de sus viajes.

Otra vez prendió la radio. Había un programa donde llamaban a alguien a petición del público, una figura conocida y les hacían preguntas personales. Solo algunas actrices argentinas contestaban a medias con humor. La otra gente, los políticos o los empresarios dejaban pasar largos silencios que el presentador llenaba con posibles respuestas a preguntas indiscretas que él consideraba muy graciosas. Lo había escuchado por la tarde en la mayor parte de los ómnibus y los taxis.

Decidió de nuevo recoger unas setas para el guisado. Esta vez sabía bien cuales tendría que evitar. Vio unas con el sombrero verde oliva y con el pie blanco y esbelto. Recogió más de media bolsa.

Las dejó durante varios días a pleno rayo del sol en el borde rugoso de una ventana que daba a la cocina. Preparó los ingredientes para la cacerola. Picó todos en la tabla redonda de madera. Cortó la caja de vino tinto.Puso en hilera el aceite y la sal. Estaba todo listo.

Si hubiera hablado con la bióloga le podría haber dicho que se trataba de un hongo que podía ser confundido con los licoperdones. A veces lo llamaban el sombrero de la muerte. Tenía láminas verdes debajo del sombrero. Atacaba al hígado y a los riñones

Pero ella no se iba a molestar en hablar con los vecinos. Tenía su intuición y no aceptaba los consejos que no había solicitado.

Cuando estuvo pronta la cazuela la comió. Tal vez faltara un poco de vino tinto.

EL BALNEARIO

Salieron del hotel rumbo a la rambla para tomar algo con que refrescarse. En el pallier una joven de unos treinta y pocos años hablaba por el celular en voz alta. Tenía un short blanco inmaculado y una blusa fina de tela hindú. Se miraba las sandalias trenzadas.

Voy a blanquearlo todo. Hoy mismo. Te lo juro.

Y se puso a llorar mientras hablaba.

La pareja, que llevaba un par de décadas juntos, se dirigió a la heladería donde tomaban jugos de fruta licuada. Mientras esperaban que les trajeran el pedido miraban a los variados personajes que en general pedían helados de proporciones descomunales. Había una mujer joven con aspecto se Sueca pero que podía ser argentina o brasilera con el pelo negro teñido en franjas casi blancas horizontales, con el cutis muy pálido y ojos transparentes. Había viejos acompañados por familiares más jóvenes o por cuidadores que llevaban bastones o andadores. Niños que se ensuciaban la boca de un helado rojo de frutillas con anilina.

Mientras bebían callados con la mirada perdida vieron llegar, como traídas de otro tiempo y otro lugar a un par de mujeres singulares. Eran dos, de más de cuarenta pero que podían tener una edad indefinida. No se sabía si de jóvenes habían sido bellas, los rasgos se habían vuelto torvos quizás por la propia vida. Tenían el pelo canoso y erizado, largo hasta la cintura y un par de polleras magenta y verde oscuro que casi les rozaban las alpargatas, con un frunce elastizado sobre sus anchas figuras.

La mujer de la pareja pensó en todas las fantasías que despertaban en la gente las gitanas, al menos en las generaciones pasadas. La anécdota ocasional de su familia que en la guerra del 14 una de ellas le había contado al abuelo de su tía como iba a nacer en ese año la que iba a ser su mujer para toda la vida. Y como, luego de hacer los cálculos en América vio como su esposa, dieciocho años menor, efectivamente había nacido en aquel tiempo.

Pero en ese balneario, a esa hora, en ese milenio, los seres confiaban más en la tecnología que en una voz humana que prometiera nada. Las gitanas no tenían cabida. Hablaban con acento fingidamente extranjero y las personas se retiraban de ellas como de dos pordioseras.

Entre toda la gente que pasaba ignorándolas vieron a la muchacha que lloraba en el pallier. Tenía los ojos extraviados y caminaba probablemente sin ningún rumbo. Una de las gitanas se le puso adelante

Queres que te lea el futuro? De repente puedo ayudarte_dijo con acento extraño arrastrando las erres.

A la joven le entró de pronto un terror como si fuese una niña y ellas quisieran raptarla. El futuro era lo último en lo que quería estar pensando.

Las mujeres se cambiaron entonces de esquina y comenzaron a recorrer los negocios alineados contra la rambla y cubiertos de amplios toldos en busca de baratijas que llamaban su atención, pulseras con cuentas de vidrio, gargantillas con ágatas finitas, fantasías chinas que vendían a cien pesos unos peruanos

Después de haber bebido la pareja se dirigió de nuevo hacia el hotel. Hacía más de 30 grados a la sombra y no era agradable ni siquiera para la piel. Más tarde ella se dirigiría a la playa pero por ahora había que buscar un sitio fresco donde cobijarse.

Subieron la escalera del hotel pintado de celeste claro, algo descascarado. Era como tantos un edificio art deco de las épocas lujosas del balneario que habían mantenido y modificado. Las habitaciones y los baños estaban totalmente reconstruidos y modernizados. Desde la ventana se veían las palmeras que en días anteriores se mecían con el viento. Se podían ver fugazmente los cerros.

Se tiraron sobre la cama de la habitación a leer cuentos y policiales negras. Solo traían agua mineral a los cuartos. Estaban escasos de personal y los huéspedes esperaban más de veinte minutos para ser atendidos.

A las cinco menos cuarto la mujer de la pareja se dirigió a la playa sola. El odiaba la arena y soportaba el sol como una concesión a ella. Se puso una salida turquesa, un sombrero de paja con una cinta negra de raso y bajó de nuevo el tramo de las escaleras caminando hasta la cebra para poder así cruzar hasta la playa.

Transitó sobre la arena con sandalias. Se instaló lejos del agua alineada con un pequeño parador de madera. Estiró la lona a rayas y se pasó bloqueador por los brazos y en la cara. Se retiró los lentes de sol para poder quemarse parejo. Luego se hundió en el mar de ruidos que la rodeaban.

Del parador salía una música rítmica pero no invasiva. Se dio cuenta que eran canciones poco conocidas de Bob Marley. La mujer se alisó con las manos sus mechones rubios y pensó que los sonidos no le molestaban; era relajante oir sus ritmos casi monótonos. Prestó atención a las letras. Algo como que la mujer era su enfermera día y noche y él amaba el período nocturno. Luego había otra contra el consumo de la cocaína.

A ambos costados de su lona se habían instalado dos grupos de mujeres jóvenes que parecían alegres. Del lado derecho tres morochas con acento centroamericano discutían como una de ellas conoció un hombre extranjero _ella pensaba que era francés o eslavo que la había golpeado. La mujer rubia se preguntó en que estarían trabajando.

De su izquierda procedían otras voces menos estridentes. Dos amigas decían que querían casarse al llegar a los veintisiete y esperar dos o tres años para tener hijos. Ninguna tenía novio pero hablaban con total seguridad: veintisiete para el casamiento, treinta para el primer niño.

La mujer sola siguió escuchando la música hasta quedarse casi dormida. Debería mojarse para no sufrir una insolación. Se quitó el reloj y se dirigió al agua. La playa estaba llena y no se correspondía con la cantidad de gente que se sumergía en el mar. Pensó que había aguavivas. Decidió ignorarlas. Más tarde se dio cuenta. El agua estaba helada. Apenas pudo hundirse y mojarse la cara. No había niños salpicándose. Muchos bañistas permanecían como aves raras parados fijos con las piernas en las olas de la orilla.

Cuando se acercaba a su lona rayada que pudo hallar solo por su ubicación alcanzó a verlas de nuevo a las gitanas. Estaban en la arena seca todas vestidas, cerca del parador, cubriendo sus cabezas con extensos pañuelos estampados. Llevaban unos bolsos de plástico con agarraderas. Miraban con sus ojos oscuros e inescrutables hacia el cielo. Nadie se percataba de ellas.

A las siete comenzaron a sonar unas sirenas. No eran los bomberos, tampoco se sentía una ambulancia.Pocas veces en el balneario se dejaba ver la policía. Cortaron todo el tránsito en la rambla. La mujer quedó sorprendida porque se estacionaron cerca del parador de madera. Bajaron tres agentes_un hombre y dos mujeres_ella después nunca recordaría sus caras ni sus gestos y se llevaron a las dos gitanas. De sus bocas salían solo murmullos y no opusieron resistencia a ellos como si hubiese estado escrito en sus destinos. Las hicieron doblarse_eran bastante corpulentas_ para que entraran en el patrullero. No hicieron ningún tipo de alboroto. En la rambla, sin embargo, se arremolinaron los curiosos. Nadie preguntaba cuales habían sido sus errores, que delito extraño habían cometido.

Después de un rato la mujer rubia volvió a la habitación del hotel donde estaba su marido esperándola, ya un poco aburrido. Le contó la anécdota. No tenían respuesta para lo sucedido.

Luego de bañarse al salir esa noche el matrimonio oyó a la muchacha del pallier peleando en el corredor con su pareja, un hombre joven, pelado y de aspecto deportivo.

Esta vez me voy a la mierda_le dijo él y la dejó sentada en el sillón junto al ascensor. Antes de irse le rogó que no la dejara, por favor, por favor. Luego llamó por celular a una tercera persona y le contó lo que había sucedido. El matrimonio cruzó el hall hacia el ascensor procurando pasar inadvertidos porque lloraba esta vez con desconsuelo.

Salieron a la noche los esposos a comprar artesanías para sus familias. Un músico callejero tocaba el saxofón y la noche se plegaba como un terciopelo negro. Una estatua viviente color bronce parecía un arcángel tieso custodiando los turistas.

La mujer rubia no podía dejar de pensar en las gitanas y en la joven singular del pallier. La gente pasaba, dejaba unas monedas_se paraba a mirar o decidía ignorar a los artistas. Había que mantener a toda esa multitud protegida, envuelta en esa liviandad sin pensar en las pasiones, en los mundos pasados y futuros. Para eso eran turistas, enfrascados, atentos, disfrutando de un presente eterno.

EL COLLAGE

La asistente social de pulseras tintineantes golpeó sus uñas severas sobre el teclado y se quedó contemplando el cuadro de una mujer pelirroja de grandes muslos felizmente envuelta en una cápsula dorada. Era el cuadro de Dánae de Gustav Klimt. Buscó los datos en el ordenador. Era un pintor vienés que había tenido muchos amoríos con mujeres bellas. Quería rescatar un fragmento de la historia que acababa de recomponer que no estuviera sucio y corrompido. Necesitaba contárselo a alguien o al menos escribir su propia versión.

Todo había empezado con una vivienda que le habían asignado a un padre con su hija. El hombre, vestido con descuido, demasiado abrigado para la primavera y con la ropa oliendo a humedad de tela mal aireada, se presentó ante las oficinas largas del ministerio de vivienda con su hija. Ella se veía muy callada. Era muy delgadita, con las formas apenas insinuadas de su adolescencia, pero se la veía bien vestida y bien cuidada.

El individuo parecía feroz y autoritario pero en sus documentos constaba que la hija acudía a centros educativos, dado que la madre no podía hacerse cargo de ella. La muchacha apoyaba con insistencia la decisión de su padre. El hombre tosco era esporádicamente electricista y carpintero y atribuyeron a su falta de roce social y a la vehemencia para obtener la vivienda todos los exabruptos. La asistente cincuentona por una extraña intuición anotó todos los datos en una libreta rosada que guardaba en su escritorio. Había que hacerles algún tipo de seguimiento.

El resto de la historia la supo por boca de la propia hija y fragmentos de los recuerdos de su terrible segunda visita al departamento que les había concedido el propio estado.

La hija menuda y delicada estudiaba todas las tardes historia en la facultad de humanidades. Se sentaba en la silla más apartada del profesor y su gestualidad permanecía indiferente a todas las inflexiones de la voz, a los vívidos ejemplos visuales que los docentes les llevaban e incluso a las preguntas de sus propios compañeros. Tenía en su cuaderno imágenes bajadas de internet de los cuadros de Klimt pegadas una junto a otra conformando una suerte de collage.

La joven no era bonita sino lánguida -su tipo hubiera atraído quizá a un escritor del 900, sus ojeras rosa oscuro y sus grandes ojos casi ocultos por los mechones lacios que le caían sobre la frente.

Un día uno de los compañeros que más sobresalía y más se destacaba en el curso de historia de las ideas, llegó tarde y se sentó junto a ella. Era alto y corpulento y combinaba su ropa sin la más mínima atención a los colores. Tenía el pelo largo que le crecía con una fuerza descomunal: la barba parecía la prolongación natural de su cabello oscurísimo. Le miró las tapas del cuaderno y le comentó que a él también le atraían las artes visuales y aunque no era su favorito también tenía en su biblioteca postales de Gustav Klimt.

Ella le dio la misma mirada indiferente que le brindaba a todo su alrededor pero algo se conmovió en el fondo de sus pupilas, un ligero movimiento, como la sombra de algún pájaro. Él intentó averiguar sus datos pero sólo se enteró del nombre de pila y de que estaba amparada por una beca universitaria.

La vio un par de veces más. Procuró llegar tarde para sentarse a su lado pero ella permanecía en silencio y daba en todo momento señales cercanas al agotamiento. Él pensó que debía exigirse demasiado en sus estudios. Se lo comentó pero ella no le respondió ni que sí ni que no. Por eso solo dejaba lugar a conjeturas.

Decidió ir a la oficina de becas para averiguar alguno de sus datos. Tenía a la mejor amiga de su hermana, una joven con rastas y vinchas llamativas, trabajando en la administración de ese sector. Fue con el número de la cédula de identidad con que firmaba todos los días en clase y obtuvo mediante largas explicaciones a su amiga alguna información. Tenía solo correo electrónico. No había dejado su teléfono celular(o no tenía) y tampoco el número fijo. Solo obtuvo el mail y la dirección de la casa, en un complejo pequeño en Malvín Norte.

Seguía viniendo a clase y contemplaba todo como si se tratara de una sala vacía. Alternaba eso con una toma mecánica de apuntes, incluso de partes que ya habían sido enunciadas por el docente de historia de las ideas, que disfrutaba enfatizando sus relatos y repitiendo los datos para reforzar sus puntos de vista.

El estudiante se preguntó qué habría detrás de todo esto. No porque él se creyera un gran seductor que inspirara respuestas inmediatas a sus insistentes conversaciones, pero la frialdad que ella manifestaba respecto a su entorno le resultaba poco natural y misteriosa.

Cuando llegó a su casa le envió un correo con una frase de Klimt en donde decía que no pintaba autorretratos ya que no se veía a sí mismo como el objeto de ninguna búsqueda estética. Mandó el correo el lunes. Esperó toda una semana. A la misma hora en que lo había enviado recibió el siguiente lunes con signos de puntuación una carita sonriente.

Pensó en ir a verla a la casa, en develar su misterio. Tampoco sabía con quién vivía pero le pareció una invasión a la privacidad tan celosamente resguardada.

Fue de nuevo a la oficina de su amiga, que le hizo unos comentarios irónicos diciendo que estaba atrás de una paciente psiquiátrica. Averiguó que vivía con su padre en una vivienda ofrecida temporariamente por el estado y debido a ello y a sus calificaciones había obtenido una beca para sus estudios universitarios. Pensó que quizá su precaria condición social la marginara pero había conocido varios compañeros en su misma situación que no tenían tantos problemas a la hora de socializar. Tenía que haber algún otro motivo.

Un día en que la vio muy cansada él le preguntó por qué y ella le respondió que por las noches ayudaba a su padre con el trabajo. Tampoco le aclaró bien qué era lo que hacía, pero parecía ser algo monótono y repetitivo

Estuvo un tiempo sin escribirle para no acosarla. Le preguntó “¿Tenés novio?” y ella le respondió que no a secas, la semana siguiente en el mismo horario en que había sido enviado el mail original.

La próxima vez en una esquina de la clase junto a la pared descascarada del fondo le preguntó en qué consistía el trabajo que la tenía tan agotada. Ella le contestó que cada noche llevaba con su padre un detallado registro de sus trabajos de electricista y carpintero, desde antes de que ella naciera: el encargo exacto, cuánto había cobrado y la dirección de todos sus empleadores.

A él le pareció algo obsesivo y demandante pero quizás el padre quisiera hacerle juicio a alguien por no haber cumplido con sus retribuciones. Ella se veía cada día más ojerosa y más pálida.

La invitó a salir en otro correo electrónico. Ella respondió un lacónico “no puedo” pero con letras mayúsculas, expresando una emoción que él no supo bien cómo interpretar.

Averiguó que se trataba de su padre. Ella tenía ya dieciocho años pero su padre controlaba firmemente su vida, los horarios en que salía y regresaba, además de hacerla realizar todas las tareas domésticas y los trabajos nocturnos.

Pasó un tiempo sin buscarla. Luego una noche inspirado por no sé qué recuerdo, le envió el beso de Klimt donde dos amantes arrobados se abandonaban a los labios del otro envueltos en mosaicos dorados. Ella entendiendo el mensaje le dijo que podrían verse quizá durante la hora de clase.

Acordaron encontrarse en el departamento de él que vivía solo junto a un amigo músico que había ido esa semana a Salto para ver a sus padres.

El edificio era de los años 30, con una puerta art decó con círculos y líneas verticales ondeadas que los cruzaban en hierro junto a una puerta de vidrio. El ascensor pequeño de tijera los llevó hasta el tercer piso.

Puso la llave del medio en la puerta de madera pintada de gris y entraron. En el corredor estaba el violonchelo del amigo. Le mostró primero su biblioteca con las postales con fotos de pensadores conocidos, algunos cuadros abstractos y unas postales Art Nouveau entre las cuales tenía el cuadro de Klimt.

Ella se sentó en un sofá de lona y no se quitó el saquito de hilo. Parecía tener frío. Se sentó con las piernas muy juntas y le pidió un café con azúcar. Él le batió en una jarrita un café instantáneo aunque le pareció poco romántico.

La desvistió despacito como si le sacara las ropas a un niño solo que a plena luz. Vio su cuerpo hecho de huesos finos y cartílagos transparentes. Hicieron el amor en las poses más convencionales, él temeroso de aplastarla, ella mirando las borlas de una lámpara en el techo. No sabía si había sentido placer o dolor porque su rostro nada expresaba. Cuando ambos acabaron de moverse, ella cruzó sobre el cuerpo de él sus brazos y sus piernas para atraerlo hacia su pecho.

Al día siguiente y durante dos días más cuando tuvieron las evaluaciones escritas ella faltó a las pruebas. Él comenzó a inquietarse: tenía como último recurso la dirección de su casa pero la había evitado a toda costa.

Tomó el ómnibus que se desplazaba entre moles de cemento y barrios de lata donde flotaban las ramas y los deshechos de plástico chillón en las cunetas. Llego al complejo llamado Miranda, construido sin amor ni piedad por sus habitantes y subió la escalera hasta el cuarto piso, sintiendo el ruido de sus pasos sobre los apretados escalones. El timbre no funcionaba. Golpeó primero y no lo oyeron. Golpeó nuevamente con las manos abiertas y toda la fuerza de sus brazos alzados hasta que salió un hombre bastante enjuto con la barba rala y desaseada y el cuello de la camisa brillante de grasa.

Inmune a las diferencias de estatura comenzó a insultarlo.

Estuvo veinte minutos para intentar calmarlo y convencerlo que no había llevado a su hija a ninguna parte. Lucía sin embargo había desaparecido sin informarle a nadie, ni siquiera al personal de las becas su última dirección.

Guardaba la libreta rosada con círculos naranja, entre infantil y psicodélica, pero de esa manera nunca la extraviaba. Allí tenía anotadas dudas y direcciones. La tenía escondida en el último cajón y de vez en cuando la revisaba.

Era un martes de enero y en la oficina larga sin plantas no había mucho trabajo para hacer.

Fue así como dio con la dirección del hombre tan grosero y tan autoritario que la había logrado intimidar.

Vamos a darnos una vuelta e inspeccionar uno de los apartamentos. Tengo una corazonada -le dijo a una asistente más joven que trabajaba con ella.

La otra funcionaria acababa de recibirse con puntajes tan llamativos que le llovían ofertas de trabajo por las redes sociales. Comenzaron a hablar y hablar sobre el tema y terminaron verdaderamente preocupadas.

Subieron al Chevrolet viejo de la asistente de más experiencia que hacía tintinear sus pulseras metálicas en un intento por calmar sus nervios. El auto estaba estacionado al rayo de sol y al sentarse en los asientos de cuerina fue como si tocaran una bola de fuego. Bajaron las ventanillas a mano y con dificultad. El aire de la calle no enfriaba el vehículo pero al menos irían a su destino de modo más directo.

Partieron del centro, se dirigieron por la gran avenida arbolada en los canteros hasta llegar a la periferia donde las fachadas de las casas se desdibujaban y dejaban ver claramente las separaciones entre los bloques de cemento así como la falta urgente de una red de saneamiento y la inundación de algunas bocacalles.

Llegaron a la vivienda a unas doce cuadras de la avenida. El bloque de apartamentos era también gris sin enjardinado y las viviendas parecían tan sólidas como sucias, llenas de sábanas colgadas en las diminutas ventanas. Subieron sofocadas y sudando las cuatro escaleras que los separaban del 407.

Tocaron el timbre. No oyeron bien que sonara pero esperaron unos quince minutos paradas contra la puerta. Un vecino que llevaba una bolsa de galletas les dijo que golpearan, que no habían arreglado el timbre todavía.

Después de deshacerse los nudillos golpeando, la asistente recién recibida se descalzó un pie, se quitó el sueco y golpeó con él casi hasta derribar la puerta.

Al rato apareció un individuo con el rostro macilento, como si no hubiera salido al sol durante varios meses. Les pidió identificación. Ellas llevaban una planilla con los datos y preguntaron de inmediato por su hija. El respondió que había salido a hacer un mandado. Le pidieron para entrar y él las dejó pasar a regañadientes.

Había todo tipo de envases y de latas con plantas resecas en lo que era el living dormitorio de la casa. Allí mismo él había colocado tres colchones sobre la parrilla al lado de la ventana para recostarse y así ver para afuera desde su posición reclinada. Junto a la cama había un par de revistas viejas de humor y un cenicero llenísimo que no había sido vaciado en por lo menos una semana. La casa olía a encierro, pero no era el olor temporal de una vivienda deshabitada sino un profundo hedor de varios meses sin ventilación.

Se dirigieron al cuarto de la adolescente. No había ningún objeto -ni un poster pegado a la pared, ni una cajita en la mesa de luz. La asistente más joven se dirigió al ropero y lo abrió: tampoco allí había ropa.

Sintieron miedo. Tenían que encararlo y el hombre se podía volver aún más violento. Le dijeron que la hija ya no vivía con él, que le habían otorgado ese apartamento porque ella estudiaba, solo para cobijarla.

Él comenzó a rugirles sus justificaciones. Parecía un frenético pájaro de la selva irguiendo su cresta frente a la amenaza de un depredador. Ellas, un poco más calmadas, intentaron razonar con el hombre

Él exclamaba que ella había escapado de él pero que él era un buen padre, que la había cuidado bien.

Para demostrar lo afirmado les trajo un calendario con unas fechas marcadas en rojo. Yo la controlaba -les dijo- la controlaba muy bien.

Por último apareció con una bolsa gigante de nylon que soltaba un olor fortísimo, visceral y viejo y asombradísimas vieron como el hombre guardaba desde hacía meses los apósitos menstruales de la hija a la que había supervisado como un carcelero.

En su escritorio cómodo pero despojado la asistente más madura contemplaba el cuadro de Klimt que le había enviado la hija del individuo, a la que había logrado localizar en una feria nocturna en Canelones, vendiendo con su madre velones artesanales. Recordó el brillo de sus ojos con las luces. Su mirada había cambiado mucho.

Quiso retener los mosaicos dorados del cuadro, las velas decoradas y aromáticas. Ya tendría tiempo de ponerse al día con las pesadillas.

EL CASTILLO

Tengo que construir un castillo pensó la niña y se dirigió hacia el agua pero se detuvo cerca de la orilla. Tengo que construir un castillo grande que tape mi visión de la isla pensó .Un castillo con pinitos como el baño fundido de una torta que se va chorreando en capas Tengo que hacer un pozo grande alrededor de un círculo de arena, pensó, y con la pequeña pala de plástico verde trazó un círculo imperfecto pero que igual servía para completar sus planes

Tiene que tener conchillas en las ventanas y un foso profundo lleno de algas pensó. Mientras tanto se secaba el sudor que le corría entre el cerquillo desgreñado. Tiene que ser muy alto, más alto que el horizonte pensó mientras formaba un cono de arena en donde antes había trazado un círculo amplio y ponía sobre el montículo la palma pequeña de su mano sabiendo que la marca era también precaria y perecedera.

No va a tener dragones ni príncipes pensó. Solamente los diseños de arena empapada en agua formando estilizadas torres que iban a verse a lo lejos cuando cayera el sol bajo los pinos. No va a tener tapices ni gente ni puente levadizo, aunque sí va a verse el foso lleno de algas separando la playa del castillo

Mientras tanto le crecía el pelo en mechones rebeldes como las crines de algún caballo dorado y se le agrandaban las manos que se volvían más finas con los dedos largos que se iban llenando de pulseras y de anillos.

Tengo que hacer que crezca más que el horizonte pensó y trajo con su cuerpo mas largo y más pesado tres baldes donde echó varias paladas de arena para decorar el cono sobre la playa desierta.

El foso solo va a tener algas verdes; no quiero las violetas ni las rojas pensó mientras la figura se le iba modelando y sobre el cono a contraluz del mediodía se veía el perfil de los senos que iba dividiendo a la fracción de la luz de la fracción que quedaba a la sombra de su cuerpo.

No va a tener puerta de entrada ni de salida, pensó y sintió un poco de frío por el viento que se levantaba. A lo lejos veía al hijo correr de la mano de su padre acercándose al agua y alejándose asustado cuando venían las olas

Voy a empezar a decorar la base, pensó. Siempre es mejor empezar por la base hacia arriba y fue extrayendo delicadas porciones de arena con las uñas nacaradas alineando en círculos cada vez más estrechos las gotas que caían sobre el castillo que cortaba en dos el horizonte. El hijo jugaba a la pelota en una cancha improvisada con cuatro chancletas que marcaban el lugar donde irían los dos goleros.

La arena está muy seca pensó. Tengo que ir a la orilla para llenar los baldes de nuevo. El hijo estudiaba de un libro de historia sacándose la arena espesa de la boca mientras miraba de a ratos a las muchachas que caminaban despreocupadas hacia el muelle.

Las conchillas no tienen que tener los bordes rotos pensó y las fue seleccionando una por una de la pequeña bolsa de nylon en donde se mezclaban algunas formas blancas casi translúcidas con otras más rosadas o de color tostado y las iba colocando sobre el castillo chorreado como si fuesen párpados. El hijo y su novia leían a lo lejos: de a ratos completaban un juego de palabras cruzadas.

Tengo que construir cuatro torres que no apunten ni al sur ni al norte, al este o al oeste. Cuatro torres que estén cerca del vértice pensó y el sol le iba secando el pelo transpirado hasta que al pasar su marido recogió un gorro de paja y se lo puso en la cabeza para que no se insolara.

Tengo que decorar la punta del castillo. Tengo que construir la torre más abstracta, la más fina, con gotas de arena mojada que parezcan suspenderse en el aire y no ser parte de toda la estructura, pensó y fue sacando del balde con manos como seda arrugada los restos de la arena, mirando a través de los lentes el castillo completo que separaba una mitad del horizonte de la otra mitad pero que no llegaba a tapar la visión de la isla. Tengo que terminar este castillo aunque crezca el mar y se devore a la arena de este círculo. Tengo que construir otro castillo que me impida percibir esta isla pensó y se recostó agotada a descansar al fin sobre la arena. .

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LAS GRULLAS

“hondo se dolió del hecho”

Ovidio

Había comenzado una tendencia en la sociedad que parecía un comportamiento casi maníaco de poner rejas en todos los lugares. En los grandes ventanales, en las ventanas pequeñas, en las banderolas donde no cabía ni un cuerpo ni una mano.

Es cierto que los robos asolaban a muchos de los barrios, especialmente los más pobres donde no había seguridad privada. No había casa en la que no hubieran entrado a llevar aunque fueran unas toallas y unas sábanas colgando de la cuerda.

Cuanto más temor tenía la gente más rico se volvía el herrero del barrio. Él también sabía infundir miedo a sus clientes y señalar todos los agujeros por donde podría entrar una mano o unos dedos.

Era fornido y tenía las piernas arqueadas, como si hubiese bajado recién de algún caballo indomable. Los rasgos de la cara parecían recortados con una tijera de podar y el cabello bien negro y bien espeso le crecía por casi todo el rostro.

Pasaba todo el día con la máscara de soldador y sus largos guantes mirando el reloj de pared para calcular las horas de trabajo. Construía todo tipo de rejas: lisas y labradas, marrones, azules y negras. Sabía su precio justo y solo en algunos barrios duplicaba su valor porque estaba convencido de que igual podrían pagarlo.

Vivía con su mujer en casas cada vez más espaciosas. En cuatro años se habían mudado dos veces de barrio siempre por las afueras de la ciudad, con dormitorios amplios, lugar suficiente para el taller de herrería e irónicamente cada vez más defendidas por rejas azules.

Su mujer era callada. Se teñía el pelo de rubio casi blanco y aunque ahora ya no se usaba, depilaba sus cejas negras hasta dejarlas casi invisibles, lo que daba a sus profundos ojos caoba un toque dramático. Parecía vivir bajo el efecto de una tristeza permanente, mirando las ventanas detrás de sus propias rejas.

Su esposo trabajaba desde las siete y media hasta que el sol caía. Cuando volvía a entrar a la parte principal de la casa esperaba ser servido y atendido como un rey, con la mejor comida y la bebida más fresca.

La mujer limpiaba y cocinaba los platos que el tanto disfrutaba, hacía los mandados, colocaba ropa limpia en los estantes. Cuando él regresaba a cenar por las noches ya casi ni le hablaba. Solo se sentían los ruidos de la boca al morder, tragar y masticar. Ella también permanecía en silencio porque ¿de qué iba a hablarle?, ¿de los precios de las verduras y las frutas?¿de las manchas que cubrían su ropa de trabajo? Nada de ello podía interesarle.

La mujer en sus pocos ratos de ocio hacía cisnes, flores o mariposas de papel plegado, algo que había aprendido en el hogar de la empleada muchos años atrás. El profesor, un viejo cavo y gruñón del interior había alabado mucho su talento.

En temporada alta el dueño de la herrería contrataba un ayudante también callado, con un mechón de pelo castaño claro cortado sobre los ojos que le daba un aspecto casi infantil. Hacía muy bien su trabajo pero hablaba muy poco de su familia o de su gente, como si no tuviera raíces, como si hubiera brotado de la nada como un hongo. Cuerpo con cuerpo trabajaban ambos y el joven respondía a los chistes groseros del dueño con una semisonrisa de labios estirados.

Contaba sin embargo con la aprobación de la mujer del herrero que sentía lástima por él, como de un pájaro sin nido, abandonado. Ella quería tener sus propios hijos pero el esposo decía que solo iban a buscar de grandes quien los mantuviera. Así contaba los días en el almanaque, cumpliendo con su rutina esperando que algo sucediera. A veces fijaba su vista en dos grullas rosadas de papel que parecían emprender el vuelo detrás de las rejas azules.

Sentía todas las tardes los ruidos monótonos de la herrería y plegaba con destreza algo mecánica los trozos de papel con que luego decoraba las paredes de su dormitorio.

Ese mediodía cuando llegó a trabajar el ayudante ella estaba haciendo una pequeña casa de papel violeta y él le dijo que le gustaría vivir en una casa propia aunque fuera de papel. Ella se la extendió como a un niño y detrás de su mechón castaño sus ojos se irisaron. Aunque era muy reservado le mostró los dientes blancos en lo que parecía ser una sonrisa de reciprocidad.

Ella comenzó a compartir con él su trabajo en papel_ las flores de grandes corolas, los pinos y los cisnes de finos picos. Él que con sus manos hábiles construía cerrojos y varillas para las rejas admiraba la destreza de sus manos tan delicadas.

No se hicieron amantes en los primeros meses pero una tarde de enero cuando su marido fue a hacer una entrega la vio tan sola en su mundo de papel que comenzó a acariciarla. El cabello rubio casi blanco primero, después los contornos de la cara. Sin embargo no se animaron a seguir haciendo nada.

Una mañana poco después cuando llovía y ella quiso morirse de tristeza , con la mirada fija detrás de las rejas azules, el joven se acercó por detrás y comenzó a abrazarla con el mismo grado de entrega y soledad.

Había un baño de servicio junto al taller, atiborrado de materiales de trabajo. Entraron en él, y sin cerrar la puerta ni quitarse la ropa, cometieron un acto de amor desesperado. Luego se separaron y juraron nunca más volver a verse.

El marido notó que ella tenía las mejillas más coloreadas y el herrero joven de a ratos canturreaba pero no quiso o no pudo hacer la más mínima conexión. El poseía todo lo que un hombre puede querer: tenía dinero en el banco y erecciones por las noches. También tenía una mujer que cumplía con sus obligaciones.

Como nunca prestaba atención a los detalles femeninos, no percibió el retraso de los ciclos menstruales de su mujer. Ella sintió que, al igual que las grullas podía escapar de ese lugar pero no supo bien cómo ni cuando.

Otra mañana cuando el dueño de la herrería acababa de desayunar lo confrontó y le dijo que esperaba un niño. No necesitó decirle de quién era. El esposo tocó su cara hirsuta y permaneció callado un buen rato hasta que le dijo

Tenés que sacártelo

Luego le espetó Te voy a dejar en la calle, sin muebles y sin ropa.

Ella quedó más pálida que de costumbre con los ojos negros grandes surcados por el temor. Volvió a la cocina a terminar de limpiar las tazas del desayuno. Tendría que buscar al ayudante. Juntos podrían idear algo.

Lo encontró parado junto al marco de la puerta principal con la luz de afuera inundándolo como a una presencia sobrenatural. Pensó que con su mechón bien recortado y con sus ojos grises que cambiaban de color era un ángel que estaba allí para salvarla. Hablaron del asunto. No sabían bien cómo pero iban a sobrevivir. Debía ser muy lejos de allí. El trabajaría de herrero_era bueno en lo que hacía aunque no dispusiera de ningún capital _y ella podría volver a las limpiezas. Quedaba recoger las figuras de papel que ella guardaba en las paredes de su cuarto.

Subieron juntos la escalera rústica de madera y ella comenzó a guardar sus pocas pertenencias y sus decoraciones en un bolso grueso de nylon. No tuvo ningún presentimiento. Simplemente huiría de las rejas azules que casi no le dejaban ver los árboles del patio. El joven herrero le ayudó a despegar las flores y los pájaros.

Pero el marido sentado en la mesa del comedor se bebía el azúcar que quedaba del café y sintió un reflujo ácido en la garganta. De pronto levantó su cuerpo tosco y subió al cuarto a insultarlos. Le dijo al hombre que ella no servía para nada, que lo iba a aburrir en la cama como había hecho ya con él. Que eran unos muertos de hambre desagradecidos, que iba a reclamarles el hijo con un buen abogado

El ayudante se interpuso pero por casualidad él vio una vara gruesa detrás del placard y comenzó a golpearlos en los miembros y en la nuca con toda la furia bestial de su enorme cuerpo, con los ojos bien abiertos brillándole como un depredador que al fin hubiera dado caza a dos huidizas gacelas. Los amantes cayeron al fin, sangrando, derrotados.

Ahora empezaba el proceso de cubrir sus huellas porque su mente se enfrió y surgió el instinto de conservación. Lo que tenía a su favor era que ninguno era muy sociable con los vecinos en los alrededores y guardaban poco contacto con sus lejanas familias.

Limpió la vara de acero con un trapo de piso que guardaban bajo la pileta y se enjabonó las manos como un cirujano desde la punto de los dedos hasta los codos para borrar las huellas.

Envolvió los cuerpos en unos toldos viejos que guardaba en el taller y comenzó a cavar un pozo junto a unas sillitas de jardín. La culpa o el miedo le dieron una fuerza descomunal. De a ratos paraba, apoyando los brazos sobre la pala y se secaba la cortina de sudor que chorreaba de su pelo espeso y negro. Por fin pudo enterrar de un tirón seco los dos cuerpos.

Esa noche preparó una cena frugal_no sabía cocinar. Tomó café con leche y una rebanada gruesa de queso con membrillo_su postre favorito. Después a solas subió arrastrando sus pies hasta el dormitorio y se lanzó agotado sobre el somier mullido. Estaba tan cansado que no quiso o no pudo reflexionar acerca de su soledad. Su última mirada antes de dormirse fueron los contornos grises de las figuras de papel plegado que su esposa había bajado de todas las paredes de su cuarto.

Esa noche no pudo dormir bien. Miraba la sombra de la reja azul en la ventana y se le caían los ojos de sueño. Entonces comenzaba la pesadilla. Los amantes, a dos metros bajo tierra seguían susurrando y se abrazaban para hacer el amor con los cuerpos ennegrecidos por la podredumbre. Revolvían la tierra con sus abrazos rítmicos y rompían las raíces de los pastos. Se despertó furioso en medio de la noche para ver si había habido movimientos en el lugar donde estaban enterrados.

En cuanto el sol salió buscó la pala rústica con mango de madera y comenzó como un perro rabioso a sacarlos de la tierra. Los cuerpos estaban sucios y llenos de moretones pero seguían frescos y parecían no haber perdido sus colores.

Los cubrió de ramas y hojas secas y luego volcó un tarro de plástico donde su mujer guardaba el querosén para matar polillas y acercó el encendedor de la cocina. Los vio arder como había visto en una película quemar los cuerpos en una nave vikinga. Quedó la hebilla del cinturón del muchacho y algunas prendas de nylon junto con los huesos calcinados.

Mientras pensaba cómo liberarse de estos últimos recuerdos llamó la policía a la puerta.

Un oficial joven pero severo pidió o más bien exigió pasar al patio y vio restos del final macabro_ni siquiera hubo que dar explicaciones.

Sucedió que una vecina jubilada de un costado de la casa se dedicaba a espiarlos entre los transparentes que cubrían a las rejas. Temprano en la mañana había visto la enorme fogata y temió que se extendiera por descuido hasta las casas contiguas. Solo por eso llamó a la policía.

En la cárcel el herrero pasó la mayor parte del tiempo en la cocina. Con los años fue desarrollando sus habilidades y comenzó a gustarle y a gozar por ello de algunas libertades. En medio de su encierro contaba su historia una y otra vez a quien quisiera escucharla. Claro es que siempre se ponía como víctima de los amantes crueles .En otras ocasiones algo más reflexivo decía que el culpable era el propio destino.

LUNA MENGUANTE

LUNA MENGUANTE por Verónica D’Auria

“ cuanto más huía más bella se volvía”

Ovidio

De pronto, en medio de la multitud, comenzó a sentir asco por la gente. Estaba rodeado de lo que podría llamarse su propio medio. Una fiesta en un lugar atrayente y lujoso como una mansión californiana, con tejas oscuras que brillaban y un lago artificial junto a las mesas.

Afuera comenzaron los fuegos de colores en el aire. Siempre los había admirado. Le habían dado una alegría primitiva, una suerte de felicidad infantil, una sensación que todo estaba bien en el universo. Pero hoy los juegos de luces se parecían demasiado unos a otros; se asemejaban a trucos publicitarios baratos; se sentía de cerca el olor a pólvora. El estruendo lo hizo remontarse a los ruidos terribles que debían sufrir en sus oídos los viejos y los animales en guerras que parecían siempre tan lejanas.

Y aquí estaba él. Con una sonrisa forzada y elástica, vendiéndoles no un producto sino la esencia de consumir ese producto, de consumir en general, la filosofía de la sonrisa, del medio vaso de agua lleno, de la búsqueda permanente de la edad dorada.

Y estaban también las mujeres. Había varias en su mesa intentando captar su atención. Unas con el atuendo provocativo, las lentejuelas en el escote, el corte de la falda a la altura de las largas piernas. Otras con la conversación. Intentaban alabarlo, reafirmar su ego, qué bien se había desempeñado en cada área en la que había estado en los últimos años, cómo había cambiado gracias a él la estrategia de la empresa.

Incluso estaba la mujer del director regional. Con sus manos hambrientas de dedos largos no perdía la oportunidad de tocarlo. Le rozaba los hombros con sus uñas granate, lo miraba recordando las noches que habían pasado juntos en un hotel roñoso, porque la cautela nunca era suficiente.

Lo asfixiaban los temas de conversación y sus cabellos bien laciados y sus movimientos ondulantes prometiendo sexo e incluso el sonido monótono de sus voces.

Consultó el celular un par de veces. Un amigo le enviaba el video de un enano lamiéndose los dedos de los pies. Otra mujer, que también intentaba atraer su atención se había sacado una foto en la parte superior de un cerro bien empinado, diciéndole que no podía olvidarlo.

Bebió mucho y el alcohol, aunque fuera del bueno, no le despertaba la alegría sino que lo ponía más taciturno, más proclive a odiar a todos e incluso a sí mismo.

Fue al baño , harto ya de tanto líquido. Un viejo ejecutivo le dio la mano con respeto, como si realmente creyera en alguna de las mentiras que él vendía. Se miró en el espejo rodeado de retretes limpios, con mármoles negros en las piletas y suave olor a lavanda. Estaba solo. Tenía la barba rasurada a la perfección con crema de afeitar con suavizante de piel. Podía afeitarse dos y tres veces en el día. Buscaba eliminar todo vestigio de la sombra que le salía en el mentón o la insinuación de pelo cobrizo sobre los labios. Esa noche su rostro tenía la tez perfecta como la de un niño o un prepúber que demora demasiado en desarrollarse.

Volvió a la fiesta. Bailó unas canciones con la mujer más discreta, que casi no hablaba y llevaba un vestido fruncido de tono verde botella. La música le resultó repulsiva. Parecía una parodia que había visto en televisión. El lenguaje intentaba ser prostibulario pero carecía de agallas y de bohemia como para ser el sonido emanado de un verdadero antro donde la gente al menos se reunía para gozar.

Dejó a su compañera sentada en un sillón en semipenumbras al costado de la pista de baile, prometiendo ir a buscarla.

Recogío las llaves del auto discreto sobre la mesa, como si fuera a buscar algún objeto. Salió en silencio por la puerta que daba al lago artificial donde las parejas estaban demasiado concentradas hablándose en susurros mientras él se escabullía como una sombra.

El lago reflejaba la luna menguante y algún borracho había tirado una botella de champagne con un mensaje adentro, cerrada a la fuerza con un corcho. Otros habían hecho, con las servilletas con logo del catering de la fiesta unos burdos barquitos de papel. Se le volvió imperativo salir de todo eso.

En el estacionamiento empedrado sacó el Rover siguiendo las instrucciones que le daba un cuidador aindiado, con patillas prolijas y el cabello duro de tanto gel con que se lo había alisado.

Le dedicó un par de frases de agradecimiento ya que el local no permitía darle propina a ninguno de los empleados. Se dirigió luego a la izquierda con rumbo a la carretera.

Manejó despacio porque había bebido mucho y tampoco quería que lo detuvieran por conducir alcoholizado. Veía los focos de las luces de la carretera con arcos iridiscentes. Los autos más diversos y veloces lo pasaban zumbando, como máquinas de guerra huyendo hacia el futuro..

Al llegar al parque con su propio bosque bajó los vidrios polarizados para refrescar sus mejillas que le ardían de tanto alcohol y tanto aturdimiento.

Fue así que la vio, haciendo dedo, sola, blanca como si hubiese sido parida por la luna menguante que los rondaba.

Se había tenido que afeitar el cabello porque le crecía cada vez más ralo. Su calva era delicada y latía como la cabeza de un recién nacido a quien hubiesen de inmediato rasurado. Tenía los ojos verdísimos bordeados de un grueso delineador que los hacía dramáticos y espectrales. El vestido de seda arrugada sin hombros dejaba lucir sus tatuajes que se parecían a las figuras de Arcimboldo, la de la primavera en uno de los brazos y las figuras del mar representando otro rostro barroco a lo largo del brazo derecho.

Nunca había sido sacudido así por otro ser viviente detenido al costado de la ruta, inmutable, en su estado más puro.

Aproximó el Rover intentando disminuir la intensidad de sus luces delanteras y se ofreció a llevarla.

La joven se acercó bien. Vio el auto brillando con destellos azulados como un equino maligno. Aspiró el olor de su loción de afeitar con un aroma nauseabundo a bergamota y almizcle. Observó su traje hecho a medida, su rostro afeitado al ras, la máquina desplegada solo para atraer, como las crestas y las plumas de algunos machos, solo que desnaturalizados, se veían ahora como mecanismos grotescos, como trucos torpes de un aprendiz de mago.

Él no la había visto en la fiesta porque de seguro la hubiera notado. Nunca había deseado tanto a alguien de manera tan poderosa y tan violenta, pero ella siguió caminando con total indiferencia, bordeando la ruta.

El no estaba acostumbrado al rechazo directo sin poder desplegar del todo las herramientas de la seducción. La siguió en el automóvil, hablándole despacio, con una voz llena de ternura, como para domar una fiera salvaje.

Ella, al no poder evitarlo se adentró en el bosque de eucaliptus. Entre un árbol y otro ,que parecían estar alineados ,había pequeños brotes, arbustos y pastizales resecos.

Ël apagó el motor y se bajó del Rover. Quería hablarle, tocarla. Decirle que no le temiera.

Ella a los tropezones_ sus sandalias de cuerda eran demasiado resbalosas_ se adentraba hasta el fondo infinito, seguida de cerca por los rayos verticales de la luna.

Los eucaliptus silbaban. Movían sus manojos de ramas a veces hacia el este y otras hacia el oeste y continuaban silbando. Silbaban desde sus troncos delgados y sus grise se hacían más blanquecinos y sus verdes se volvían casi negros al resplandor de la luna.

Fatigada por su condición ella se abrazó a uno de los eucaliptus más viejos, cuyas ramas superiores se torcían sin hojas como dedos extendidos, rogándole piedad a todos los cielos.

Él acortaba a pasos larguísimos la distancia. El alcohol y el deseo le latían tan fuertes en el pecho que le dolían las costillas de solo respirar. Solo quería decirle, solo quería tocar la piel tan blanca, el oscuro terracota de sus tatuajes, solo quería rogarle.

Aterrorizada por la respiración del hombre que se aproximaba, se abrazó más fuerte al árbol y colocó sus manos con los dedos abiertos, como las ramas superiores del viejo eucaliptus, implorándole a quien quiera que pudiera escucharla, la luna menguante, las distantes estrellas brillando en medio del smog de la ciudad.

Instantes antes de que él se aproximara ella sintió extraños tirones de sus sandalias de cuerdas y corcho y vio como la ataban al suelo las raíces. Los tatuajes se fueron endureciendo hasta volverse planchas duras, grises y verdes como la capa que rodeaba al viejo eucaliptus. Su cabeza rapada fue tragada suavemente por un hoyo que se abrió en la madera. Dejó de importarle el hombre con la loción de almizcle, el tono susurrante de su voz, los pasos intentando detenerla.

Cuando él llegó encontró tan solo el vestido de seda como una escama oscura desprendida del manto de la noche.

Sin poder creer lo que había visto y lo que había vivido en los últimos instantes se puso a gritar con rabia contra la luna lejana y todas las estrellas.

SUEÑO DE NAVIDAD

Subía despacio por la calle que daba hacia Dieciocho y de pronto le urgió aliviar sus intestinos. Siempre procuraba ocultarse de la vista de la gente y en esos días festivos abundaban personas caminando por las veredas como si fuese un día de semana.

Le había caído mal una empanada que escogió de una caja en uno de los contenedores de basura. No sabía bien si era de pollo o de pescado. La carne estaba tan desmenuzada que hubiese podido ser de cualquier cosa. Además cada vez sentía menos hambre .Poca comida llegaba a deslumbrarlo. A veces en la vereda en lugar de plata en la escudilla de acero algunos oficinistas le dejaban un chocolate en barra. Nunca agradecía el gesto, pero después de unas horas, antes que se derritiera, se lo comía despacio, no fuera a pensar la gente que andaba necesitado de comida. En todo caso hubiera preferido el dinero para comprar una caja de vino en la estación de nafta donde hacía su recorrido.

Creyendo que solo el alcohol le curaría las tripas tan revueltas decidió hurgar en la basura a ver si alguien había dejado el resto de una botella, ya que en todas las oficinas se celebraban las fiestas con gran abundancia.

Abrió la tapa abollada del contenedor. El olor agrio de la fruta descompuesta no lo afectó. Se había acostumbrado, así como los empleados de la funeraria se acostumbran al olor de los muertos. Solamente lograban molestarlo los vidrios que la gente envolvía cuidadosamente como si se tratase de un regalo y las bolsitas con los excrementos de perro. Pero a todo podía uno acostumbrarse. Incluso a las miradas rápidas llenas de asco y lástima de los oficinistas que vivían o trabajaban en la zona.

No encontró nada. Camino hasta la plaza donde los muchachos estarían festejando y podrían convidarlo. Llegó despacio a los asientos bajo las glorietas donde un grupito se pasaba una caja blanca con el diseño de un viñedo brillando a la luz del sol. Uno de los estudiantes pecoso y con lentes de montura gruesa le prometió que le darían el resto de la caja.

_ Hoy es Navidad. Y en casa va a haber mucho que tomar-le dijo otro morocho con el pelo largo hasta los hombros- Vamos a darle el vino que tenés en el morral.

El muchacho sacó una bolsa de nylon negra y dura .Dentro había otro envoltorio gris tapando lo que semejaba ser una caja de cartón que no parecía tener nada escrito, salvo unos números seriados. El hombre le destapó la rosca para olerlo levemente. Parecía vino de los buenos, aunque pensó también que podía estar envenenado¿por qué habían comprado para festejar un vino envasado que solo tenía unos números impresos? El aroma de la bebida roja entre las paredes blancas de la caja le llenó las narinas. Con ese perfume en su nariz y en su boca se borraban todos los olores, de la mierda del perro, de la carne podrida ,de la fruta con hongos amarillos

La tarde iba cayendo rápida por detrás de los árboles y de las columnas. Caminó con la caja en una bolsa despacio, como si pisara carbones ardiendo. Volvió de nuevo a la cuadra donde frecuentaba.

Se sentó en un espacio en el costado de un banco cuyas luces se iban una a una apagando. Junto a él había otro contenedor recién lavado. Desenroscó de nuevo tapa y pegó un trago muy fuerte. Toda la gente dejó de importarle. Dejaron de importarle las miradas de los que pasaban. Los filántropos nocturnos que querían llevarlo a algún refugio para sentirse bien con sus conciencias. La policía que aminoraba la marcha de sus coches y le decía “Portate bien y no nos des trabajo porque esta noche estamos festejando”. Los perros de raza que tiraban de sus cuerdas para olerlo. Los amos de los perros que pasaban junto al árbol de enfrente y miraban hacia arriba fingiendo no verlo.

Se despertó unas cinco o seis horas más tarde temblando y con una fuerte migraña en el centro mismo de la cabeza. El vino debía estar envenenado, se lo había tomado todo sin respirar siquiera ,como si tuviese prisa por partir hacia otro sitio.

Quiso levantarse para dirigirse a su colchón ubicado un par de cuadras atrás. Pensó que ya a esta altura se lo habrían robado unos muchachos ,de los que dormían en esas mismas calles..Pero las náuseas lo obligaron a sentarse. Ni siquiera podía vomitarlo. Había sido la empanada o tal vez hubiera sido el vino- aunque de todas las cosas que había conocido en su vida solamente podía creer en el vino. No podía existir el vino malo.

La calle estaba oscura. La intendencia había bajado la potencia de las luces. La gente estaba refugiada ya en sus casas y había algún solitario terminando de realizar tareas en las últimas empresas.

Le temblaban los labios y los párpados. Mientras sentía cómo le vibraba un ojo vio una luz como de una linterna metálica surgiendo detrás del contenedor vacío. Entornando un ojo primero y luego el otro pudo ver dos mujeres en trajes brillantes con bordes verdes y rojos poniendo la mesa en el mismo lugar que había estado el contenedor que parecía derecho y largo como una tabla maciza de madera. La cubrieron con un mantel floral de motivos navideños como había visto hace poco en un aviso de créditos .Todo parecía salido del televisor de una de las vidrieras de electrodomésticos del centro. Esta vez los filántropos se estaban esmerando.

Las mujeres eran lindas y mostraban las largas piernas. Cargaban un pavo enorme con adornos de papel metal en las patas. Se parecía al pollo que traía su abuela a la mesa en la pequeña casa del campo ¿o era su madre? El vino era tan malo que no paraban de temblarle las mejillas y los brazos. Si él nunca tuvo madre, ni abuela ,ni mujer. Aquello solo era la memoria falsa que le daba el mal vino-o la empanada inmunda de pescado.

La muchacha más oscura se parecía a su madre o a alguna mujer que había tenido en su vida cuando trabajaba en el campo. ¿Alguna vez había trabajado? De su pasado solo recordaba los sabores más suaves o más ácidos del vino.

Una de las mujeres comenzó a sacarse la ropa y se acercaba a él haciendo gestos obscenos con la mano y con la lengua pero en cuanto él estiraba sus dedos para alcanzarla las mejillas de la joven se le iban ablandando y cayendo como si todo su cuerpo fuera una enorme fruta podrida que invadía la noche con hedores infectos. Se tapó con espanto la frente pero temblaba tanto que a la mujer monstruosa la veía de a ratos. Con un tenedor mediano le acercaba a la boca grandes trozos de pavo. La otra mujer se paseaba nerviosa diciéndole a su amiga “Vámonos. En este estado no puede comer nada” Entonces junto con los temblores lo invadían las náuseas.

Las jóvenes comenzaron a bailar al ritmo de la música que salía de un celular pero él veía las llagas purulentas que tenían en las piernas. Le ardía la frente y el corazón golpeaba fuerte contra las costillas. Las bailarinas se acercaban a él y le obligaban a tragarse el pavo produciéndole arcadas que nunca llegaba a aliviar en un vómito.

Cerró los ojos para no verlas más pero las imágenes lo siguieron detrás de los párpados y se agitó muchísimo hasta que cayó pensando que quién le hubiera dicho que la única verdad de su existencia no tenía sentido, que sí había que cuidarse del mal vino.

EL AMULETO

“Ahora para ti que narres lícito es”

Ovidio

Tenía la piel color aceituna madura y sus ojos se posaban fijos como los de un animal en todo lo que miraban con atención.Por ejemplo a las nueve daban el teleteatro central de la noche, justo a la hora en que debía servir la cena.Los ojos se le iban directo a la pantalla del televisor con esas historias de mujeres humilladas rebelándose contra su destino, si no en los hechos por lo menos a fuerza de soñar.

La familia donde trabajaba consistía en una sesentona maniática y su marido, un abogado que se aplastaba como una mosca cuando oía sus agrios comentarios.La hija también vivía con ellos. Ya pasaba los treinta pero la trataban como a una niña boba_si la dejaban sola no sabía hacer nada, ni siquiera prender el gas de la cocina.A veces venía a la casa a almorzar o a cenar el hijo que vivía solo y también estudiaba abogacía.Cuando se aparecía a cenar el cuerpo de la empleada se tensaba como un arco. Se paseaba con sus grandes muslos bien torneados y se acariciaba todo el tiempo un colgante con forma de media luna, regalado por su madre, una mujer de campo de ascendencia india. Su pelo negro brillaba como una mancha de petróleo flotando sobre el agua y lo llevaba recogido porque la señora encontraba todo el tiempo pelos ajenos sobre la comida. El hijo del matrimonio era esbelto y se vestía siempre con ropa deportiva. Tenía hermosas facciones y cuando los ojos densos negros de él se posaban sobre su cuerpo ella entonces parecía sostener los cubiertos y la jarra y ponerlos en la mesa en cámara lenta como si solo existieran en el comedor su cuerpo y la mirada. Él nervioso se echaba hacia atrás con la mano el pelo castaño recortado al ras y ajeno a los duros comentarios de su madre, les daba a todos una sonrisa vaga que ponía de manifiesto la lejanía de sus pensamientos.

Por esos días la madre había decidido reformar el baño de las visitas y el albañil venía de tardecita porque debía completar otro trabajo. Era corpulento y musculoso y tenía nariz de boxeador debido a una caída que había tenido de joven desde un ciclomotor. Lo primero que hizo al entrar en la casa fue reparar en la empleada con su sonrisa amable al abrirle la puerta cuando entraba y cuando se retiraba. La primera vez le indicó el baño de servicio donde debía cambiarse. Allí se desprendió de su camisa buena y su pantalón negro y se puso la ropa de fajina, un vaquero y una remera gris manchados de agua jane, de la que tiraba su mujer en el patio para ahuyentar los gatos.

El hombre se secaba el sudor mientras hacía la mezcla y no podía dejar de pensar en la mucama.En tanto que preparaba los materiales para la construcción los ojos semicerrados evocaban su cuerpo que parecía de acero y su tez aceitunada. Movía el balde de un lado a otro, cubría los ladrillos de cemento con la cuchara y estiraba el cemento con la paleta pero no dejaba ni un momento de pensar en ella. Pensaba en sus ojos brillantes, en sus caderas redondas, en sus piernas debajo de las polleras. El trabajo nocturno lo agobiaba pero la adrenalina de esos breves encuentros le daban fuerza a sus músculos para seguir construyendo.

Un viernes de noche llegó el hijo de improviso y no tenían preparada cena alguna para él.Dijo que no se molestaran y pidió solo un café y alguna fruta.Ella sirvió el café de un juego blanco de cerámica y colocó la taza junto a él con sus dedos largos e insólitamente delicados pese al trabajo que los desgastaba. El joven sintió que se elevaba un aroma de la taza que lo mareaba ,como una pócima mágica.Ella no le bajaba la mirada sino que se la sostenía y se acariciaba al mismo tiempo los bordes de la medialuna en su cuello debajo de la cual se marcaban en líneas claras sus pechos pequeños y erguidos como los de una estatua.

El muchacho contestó a su hermana interminables preguntas acerca de sus compañeros de clase y cuando todos se retiraron de la mesa él la siguió hasta el piso de abajo donde estaba ubicado su dormitorio. Ella se estaba duchando pero había dejado entreabierta la puerta del baño, con sus pequeños vidrios empañados.Él asomó la cabeza y pudo ver su cuerpo en todo su esplendor, atlético y de tono cobrizo, de espaldas enjuagándose el pelo lacio y largo con un champú fragante.

Cuando intentó atravesar el umbral, el albañil que estaba al acecho se lanzó sobre él como una manada de perros rabiosos. Le estrujó los hombros y le dio un envión que casi acaba con él de cuerpo entero en el suelo.

Lo increpó duramente.Le dijo que las empleadas eran trabajadoras domésticas no servidoras sexuales de los dueños de casa. Amenazó con denunciarlo en el ministerio de trabajo.

El estudiante no tuvo retórica con que defenderse. Estaba avergonzado porque algo tan natural como el instinto se veía confrontado con la barrera infranqueable de las clases sociales.

El albañil tenía la cara enrojecida. Además de sacarle parte de su trabajo intentaban también seducir a sus mujeres. Se limpió la mezcla de las manos una pileta exterior y se dirigió a la ducha donde la mujer aguardaba envuelta en una toalla.

Jugando al rol de protector la llevó hacia el dormitorio de servicio y comenzó a secarle el cuerpo con sus manos ásperas hasta que se prendió de sus senos en punta y sus nalgas musculosas y se desvistió todo mientras la besaba en los labios, en el cuello y en los hombros, aspirando el aroma a hierbas del champú, acariciando con cierta torpeza su pubis y sus oscuros pezones.

Ella se dejó acariciar y cayó con él sobre la cama modesta. Hizo toda la parodia del acto de amor para calmar el fuego y la furia de su salvador pero sus pensamientos siguieron los pasos lentos del joven dirigiéndose al piso de arriba, los ojos negros que la abrasaban con solo posarse en ella y las manos suaves que solo habían recorrido la piel de otras mujeres y las páginas de cientos de libros. Se acarició la luna nuevamente y se preguntó cómo se moverían esas hermosas manos a lo largo de todo su cuerpo.

LA ESPECTADORA

“ningún rechazo sufrirás”

Ovidio

Había visto una foto de la obra en el periódico dominical cuando había ido de visita a la casa de sus padres por la tarde. En el recuadro estaban una madre hablando con un actor adulto haciendo de niño y en el fondo de la escena se veía alguien cubierto de una máscara de jabalí. La fotografía en blanco y negro resaltaba la preocupación en las facciones del niño y de la madre y el aspecto siniestro del hombre enmascarado.

Había leído con interés las críticas que destacaban el trasfondo onírico y psicoanalítico de la obra. Se había informado también sobre la iluminación, el vestuarista y el compositor de la música de la obra. Aunque no tenía conocimientos técnicos de ninguna especie, le atraía muchísimo el teatro y el tema de esta pieza en particular.

Trabajaba largas horas como administrativa de una empresa de computación. Su rutina era el jarrito floreado de café junto a la pantalla, las breves conversaciones con sus compañeros _ no era muy sociable_ y el trabajo de hormiga chequeando y rechequeando los datos que le enviaban.

Por eso el teatro para ella era como una puerta hacia otro mundo más profundo y más interesante.

Un fin de semana encontró el tiempo libre y las entradas para poder ver la obra que quería. Estaba en cartelera solamente los viernes y los domingos, en la última hora.

El teatro era conocido y estaba ubicado en el centro, a pocos metros de la avenida principal. Tenía varias salas y había sido remodelado hacía unos años con un préstamo de gobierno, en reconocimiento a sus aportes constantes a la cultura del país. Tenía una cafetería discreta pero elegante en un entrepiso y cerca de la taquilla había un banco largo de madera para que se sentaran los espectadores de mayor edad, que no resistían hacer las largas filas de pie junto a las puertas.

Había bastante gente porque se encontraban cerca aun del estreno y el espectáculo había tenido buenas críticas. Hizo la cola detrás de una pareja con el cabello blanco que retenían sin embargo la lozanía de la piel y sus facciones juveniles. Había muchas mujeres solas de mediana edad y algunos jóvenes delgados con aspecto de intelectuales, sumidos en sus propios pensamientos. El hall del teatro incluía algunas fotografías coloridas de obras anteriores. Se veían unas actrices con intenso maquillaje violeta y chales medio raídos discutiendo en lo que parecía ser un conventillo. En la cafetería un grupo de amigos terminaba sus pocillos cuadrados de café con vasitos pequeños de agua mineral.

La obra iba a ser exhibida en una sala menor que no tenía telón sino filas de asientos en torno al hexágono que formaba el escenario. Los intervalos estaban separados por encendidos y apagados de luces. El iluminador jugaba un rol muy importante en la puesta en escena ya que había escasa escenografía. Además los rostros de los actores debían verse muy bien y transmitir de lleno su expresividad. La obra era acerca de una madre que hablaba con su hijo pequeño en torno a los peligros que implicaban para él encontrarse con un jabalí en el campo. El hombre en que el niño se convertía conservaba nítidos los recuerdos del miedo, de cómo había penetrado este animal en sus terrores no solo infantiles sino en sus pensamientos adultos y cómo había marcado esto el vínculo afectivo con su madre.

Aplaudió parada hasta rabiar desde el asiento del medio de la segunda fila en el lado del hexágono que desembocaba en las dos puertas de entrada. Era en realidad una presencia anodina. Otra joven más, con cabello asimétrico y lentes rectangulares, de cuerpo pequeño y delicado, blusa clara y diminuta cartera de vinilo. Detrás de sus lentes sus enormes ojos redondos absorbían todas las insinuaciones, los matices y las alusiones de la obra.

Cuanto más comenzaron a alabarla los críticos, por algún efecto irónico, los espectadores dejaron de concurrir a la platea. Ella en cambio comenzó a verla primero todos los viernes y después incluso los domingos, con cada vez más menguada concurrencia.

Esperaba toda la semana en el trabajo pensando de vez en cuando en algún detalle de la obra entre sorbo y sorbo de café. Vivía en un estado de excitación permanente esperando los viernes. Lo que más llamaba su atención era el hecho de que cuando hacía su aparición final en la obra el hombre cubierto de la máscara de jabalí saludaba a los espectadores sin mostrar su verdadero rostro, por timidez tal vez o porque eso fuera parte de la ilusión que buscaba crear entre los espectadores.

Lo cierto es que comenzó a soñar con la figura del hombre enmascarado. Se veía a sí misma de pequeña en una playa y en unas dunas; detrás de unos arbustos podía percibir la cabeza con cerdas del jabalí y sus colmillos afilados.

Averiguó el nombre del actor que se escondía. Además de su rol este había escrito la obra en su totalidad y dirigía también la versión que ella contemplaba absorta semana tras semana.

Ese domingo estuvo a punto de no ir pero algo la magnetizaba y la compelía a ver la historia entera nuevamente. En esa ocasión había unos diez espectadores, unas señoras con bastones y unas parejas jóvenes, que quizás eran amigos de alguien del elenco, a juzgar por la confianza con que los trataban a todos en la taquilla.

Ella se sentó nuevamente en el centro de la segunda fila contemplando el hexágono detrás de sus lentes de carey, rojos y rectangulares. Cuando apagaron las luces y comenzó a sonar la música se sentó junto a ella una mujer de unos cuarenta años, con el pelo revuelto y un aspecto adolescente de ropas sueltas y coloridas.

Tenés que pedirle que se saque la máscara sólo para ti_le dijo en voz muy baja y ronca, casi como en un susurro.

A la salida trató de encontrar a la mujer que se le había acercado a ver si en realidad ella sabía algo pero su búsqueda fue en vano. Fue a la cafetería. Entró en el baño de damas. Preguntó en la boletería por una persona de esas características pero le dijeron que nunca habían visto a alguien así.

Estuvo toda la semana meditando acerca de esa idea, dándole vueltas en sus propios pensamientos. Al fin y al cabo ella lo merecía. ¿Cuántas veces había visto a la misma hora los mismos actores y los mismos diálogos, inmóvil y absorta, esperándolos luego para que las tres figuras se inclinaran y aplaudieran a la audiencia, por más pequeña que fuera? Tenía derecho a exigirle que hablara con ella unas palabras al menos, que le explicara coma a cualquier otro espectador poco especializado, qué lo había motivado a escribir aquella obra. Tenía derecho a ver sus rasgos y acabar con el misterio que había invadido hasta sus sueños.

Ese viernes acudió por un golpe del azar más gente a mirar el espectáculo. Había dos grupos de lo que parecían liceales que habían sido llevados por una profesora con traje sastre y el pelo recogido de color amarillo huevo. Ella vio toda la obra en estado de profundo nerviosismo. Era tímida y se amasaba con los dedos las mangas de su camisola blanca festoneada. No sabía cómo iba a tener el coraje de ir detrás de bambalinas y pedirle al actor-jabalí que se desenmascarara. La obra le resultó distinta. La madre se parecía un poco en sus comentarios a su propio padre cuando iban al balneario. La máscara se veía más feroz que de costumbre, con las luces granates de los focos le inspiraba un poco de horror como en los sueños.

Aplaudió como en la primera vez de pie en el asiento central de la segunda fila. Le pareció que esta vez los actores la estaban contemplando, que sabían a qué había venido. Cuando apagaron las luces al final ella se dirigió en semipenumbras a la puerta por donde entraban los protagonistas. Lo llamó por su nombre como si fuera un viejo conocido.

Vio venir una figura más alta de lo que había imaginado, deslizándose silencioso al centro del hexágono

Se encendió una luz primero, luego otra de color ámbar se posó en ella como si fuera parte de algún juego. Sin mediar palabra el hombre se fue retirando la máscara que permaneció colgando como un animal muerto en su costado. Vio un rostro común y cansado, el cabello oscuro con entradas, los ojos ligeramente saltones, la barba de tres días sin recortar. Sobre su cuerpo bien torneado él llevaba una remera gris con el logo de un rayo.

Entonces la miró un rato largo con sus ojos oscuros de terciopelo acariciando al mismo tiempo sus enormes pupilas detrás de los lentes, su boca de dientes apretados y pequeños, lo poco que se veía de su cuerpo.

En breves instantes los focos recalentados de la obra se prendieron todos al mismo tiempo iluminando la figura desenmascarada, el rayo de su remera vieja, el terciopelo de sus ojos negros.

Ella sintió las mangas de festones chamuscadas y el calor rodeándola, crepitando junto a ella como las llamas debieron hace mucho tiempo envolver a los herejes que padecían alguna condena. El fuego poco a poco consumió su cuerpo sin dolor, sin extenderse a los asientos forrados o a la madera de las estructuras.

En un costado del teatro la mujer del pelo revuelto con babuchas enormes bicolores y rayadas se rio como nunca al contemplar lo que ella siempre había esperado: el verdadero espectáculo.

EL SILBATO

“ y le añadió también el pavor”

Ovidio

El edificio era como un oasis blanco en medio de bloques apretados de cemento y todas las casas antiguas parecían, aun las mejor conservadas, pequeños animales en vías de extinción. En realidad, más que un conglomerado de departamentos, estaba separado de otras construcciones como si fuera un barrio privado, con su portón gigante de hierro negro, con sus detalles dorados, con el nombre del complejo escrito sobre las rejas. A toda hora hacían turno dos porteros uniformados, preguntando el nombre de cada visitante y el apartamento al cual se dirigía. Por medio de un reluciente portero eléctrico se comunicaban con los propietarios y se abrían entonces las puertas de ese mundo ignoto.

Una vez adentro había un bello enjardinado con canteros de pensamientos lilas, amarillos y blancos y un césped cubierto de regadores. En los jardines había faroles esféricos como en algunas calles de París. Cada bloque tenía dos apartamentos amplios por piso y sus enormes ventanales daban los jardines posteriores y por los costados a los vecinos de su mismo piso, razón por la cual todos tenían la mayor parte del tiempo sus cortinas roller muy bajas, buscando preservar su intimidad.

En el apartamento 701 del bloque B vivía un hombre de unos treinta y cinco años que odiaba por completo la falta de luz y a menudo tenía todas las cortinas subidas hasta el tope. Su vecina era una mujer también joven, con aspecto nórdico, de pelo cortísimo, que se dejaba ver muy poco, como si siempre emprendiera largos viajes.

Como tantos departamentos de soltero, sus cosas estaban esparcidas por el lugar que más le convenía. Había revistas y buzos sobre el juego de ratán del comedor y sobre el amplio sillón de cuatro cuerpos. Una vez por semana venía a arreglarlo todo su única limpiadora de confianza, una mujer graciosa y corpulenta que sentía por él un afecto casi maternal. Pero el orden le duraba un par de días. Además estaban los perros, Chino y Trueno, dos dogos blancos que embarraban los ascensores alfombrados y habían mordido de cachorros el borde de cada uno de sus muebles. Pero a él no le molestaba vivir en el desorden, tirado en el sillón frente al televisor acariciando suavemente a sus animales.

Se despertaba a las siete para estar a las ocho en su propia inmobiliaria, cosa infrecuente en los dueños de algún negocio. Allí entraban los clientes de a uno o de a dos buscando la casa de sus sueños y él procuraba orientarlos en sus gustos y en las posibilidades reales de adquirir o rentar esos inmuebles. Con enorme paciencia les mostraba en la computadora o en las fotos de su celular las propiedades por dentro y por fuera. Respondía a todas las preguntas y al final los derivaba a algún empleado que podía acompañarlos a ver sus casas futuras con más detenimiento.

Era cortés y civilizado. Nunca se ofuscaba con clientes por más impertinentes que fueran. Tenía una sonrisa blanca muy sincera y muy tranquilizadora, que utilizaba a menudo para calmar las tormentas.

Pero detrás de la fachada simpática e impasible sentía a veces impulsos más feroces. Deseos de ser más primitivo. De tocar el centro de las cosas con las manos sin guantes y sin restricciones.

Ese espacio de su vida era ocupado por la caza con sus amigos. Cada vez que era posible iba a cazar jabalíes con un par de compañeros de su infancia. Eso le proporcionaba un placer instintivo y único. A veces pensaba de modo lejano que si se venía abajo la civilización, él podía buscarse el sustento como cazador.

Cuando salía con sus amigos compraba una botella de whisky en la estación de nafta y ellos traían el vino en una damajuana. Nadie tenía reparos ecologistas porque en ese lugar el jabalí constituía una plaga.

Los cazaban a la usanza antigua , con perros y cuchillos. Era más brutal pero también implicaba mayor peligro. Varios perros ligeros corrían a la presa hasta que la alcanzaban , rodeándola en medio de sus ladridos .El animal se apoyaba en sus cuartos traseros y sacudía la cabeza, procurando atacar con sus colmillos. Ellos llevaban suturas, hilo y aguja para coser los vientres de los perros cuando los alcanzaban las embestidas de los jabalíes. Se trataba además de razas muy costosas.

Cuando lo tenían cercado se aproximaban los dogos blancos, que con sus dientes afiladísimos y su mordida cuadrada inmovilizaban a la presa por el cuello para que no hiciera más uso de sus colmillos redondeados. Una vez cautivo los amigos uno a uno le asestaban puñaladas en el pecho y en los costados. El jabalí, con las pupilas verticales, chillaba y gruñía cada vez más fuerte cuando lo iban desgarrando.

Él tenía filmados varios videos que veía en la computadora una y otra vez, insensible a los ruidos de la agonía. Los contemplaba cuando tenía añoranza de viajar en turismo o cuando intentaba perfeccionar su técnica. La sangre no le hacía mella. Solo sufría si llegaban a herir a alguno de los perros.

Pero ahora, con Chino y con Trueno semidormidos en los asientos de cuero parecía la imagen misma del equilibrio y la impasividad. Se había tomado una semana libre, para ver películas y emborracharse, porque algún empleado de confianza había quedado a cargo de la inmobiliaria. Esa tarde bebía una cerveza helada mientras miraba sin prestar demasiada atención por la ventana.

La nórdica había regresado de uno de sus viajes interminables. Durante un largo rato había decidido probarse la ropa como si tuviera que elegir el atuendo para una cita especial. Se combinaba las polleras cortas con sandalias romanas y una blusa sin mangas, luego elegía un vestido largo con plataformas. Cambiaba los colores y los accesorios, paseándose la mayor cantidad del tiempo en ropa interior por la habitación.

Él bajó la cortina gris humo y se dispuso a mirarla por un costado de la ventana, atraído irresistiblemente por el cuerpo tan atlético y el abandono con que se miraba en el espejo.

Se probaba un conjunto y otro con su visión focalizada en su propia imagen como si no tuviera todas las cortinas subidas, como si estuviera sola en medio de un desierto. Su juego alrededor del espejo de cuerpo entero era como una lenta danza para sí misma.

Esa noche, a pesar de haber bebido, casi no pudo conciliar el sueño. Veía en su mente cansada a su vecina joven y el espejo le devolvía la forma del cazador buscando abrazarla. Al intentarlo ella huía, ligera como un ciervo. Se despertó jadeando en medio de la madrugada. ¿El show había sido un intento extraño de seducirlo o ella simplemente vivía en un mundo muy lejano?

Se levantó y acarició a los dogos que movieron sus colas y reclamaron agua sin comprender del todo sus alteraciones horarias.

Se acostó de nuevo y volvió a soñar ahora con trámites que tenía pendientes en la inmobiliaria.

Al otro día por la mañana hojeó unas revistas de caza. Leyó sobre nuevas razas de perros resistentes mientras bebía media caja de jugo de naranja.

Miró los informativos en la televisión. Para que no lo encandilara la luz dejó bajas las cortinas de enrollar.

Pero el recuerdo comenzó a turbarlo. Desde un costado comenzó a espiar hacia la otra ventana buscando ver si se repetía una vez más el juego de espejos.

Los perros se movían inquietos, como si fuera a acontecer algo temible.

Un buen rato después ella hizo su aparición rodeada de una toalla. La dejó caer sobre la cama y se dirigió al espejo. Se miró largo rato de frente y de perfil. Se contempló el contorno de sus senos pequeños y sus nalgas pálidas y musculosas. Se tocaba buscando la firmeza de su cuerpo y decidió colocarse una loción sobre piernas y brazos.

Ël subió la cortina de un fuerte golpe y se dispuso a atraer su mirada. Pensó que el ritual estaba diseñado para que él fuera su único espectador.

Después de mantener un buen tiempo el rostro sobre la ventana, ella lo percibió. Los ojos de él ardían, buscaban y rogaban. Los ojos dorados de ella le devolvieron la mirada enfurecida mientras se cubría violentamente el cuerpo con la misma toalla.

Se colocó un vestido con una media luna bordada y se dirigió apurada a la mesa de luz. Tomó algo tubular, que parecía de lejos un bolígrafo y se lo llevó a la boca con furia. Era un silbato para autodefensa pero emitía sonidos muy agudos, a menudo inaudibles para los humanos. Comenzó a soplar. Sus mejillas se distorsionaron. Las pupilas as se volvieron verticales como las de un jabalí a la hora del ataque.

En el apartamento de en frente, los dogos comenzaron a gruñir como si hubiera un intruso dentro de la casa. El hombre se acercó a calmarlos pero los ladridos fueron aumentando.

Desde lejos el sonido del silbato los llamaba a la caza. Debían inmovilizar la presa para que no atacara. Desconociéndolo por completo Chino se le abalanzó a los brazos mientras que Trueno comenzaba a morderle las piernas. Era tan grande el dolor que no se percataba de la sangre que fluía de su piel cortada. Los llamaba suave, como cuando iba a acariciarlos “Chino,Trueno”, pero los perros parecían responder a otras voces y otros amos.

Enredado por los dos cuerpos blancos cayó al suelo, a la alfombra de hilo y los perros le mordieron el cuello como acostumbraban hacerlo con los otros seres que habían cazado. Las lágrimas lo ahogaron aun más. Después de los tenues gritos de auxilio perdió la conciencia.

Lo encontró después de un par de días la empleada de confianza cuando entraba con su propia llave. Tuvieron que darle dos tranquilizantes. Vio sobre la alfombra de hilo el cuerpo amoratado y los dos perros blancos lamiendo la sangre con los hocicos. Al verla movieron sus rabos, esperando alguna recompensa por haber cazado la última de sus presas.

Esos perros _le dijo la empleada maternal a los porteros uniformados_muchas veces atacan a los dueños.

Y se marchó con su bolsa llena de trapos viejos y pases para el ómnibus tratando de olvidar lo que había visto aquella clara tarde de verano.

LA CARA DE LA MUERTE

Sabía que vendrían a buscarla. Él ya se había enterado por su maldita costumbre de husmearle los mensajes que había en su celular. Se habían cambiado los nombres –ella era Dido y el Renée con doble e sugiriendo que podían provenir de una mujer– pero el amante tenía por costumbre narrarle paso por paso los detalles más nimios de su existencia e incluso lo que había soñado

Soñé contigo anoche –le mensajeaba– estabas en mi cama y yo era allí tu único dueño

Mensajes así hacían que ella mantuviera exaltada su pasión pero también los ponían en riesgo. Ella pensó con arrepentimiento cómo atraída por el peligro o la seducción del misterio se había convertido en la mujer con letras mayúsculas del hombre que llamaban el gran Carlos.

El gran Carlos –que era un sujeto de aspecto corriente– se mudaba de apartamento en la capital con gran frecuencia. Todos los días le presentaba distintos amigos que variaban enormemente en la escala social –desde políticos bien trajeados que aparecían en la televisión nacional cómodos frente a las cámaras hasta hombres y mujeres consumidos, ella nunca supo bien si por el hambre o por las drogas–. Todos tenían consideración hacia él; algunos fingían afecto fraternal y otros tenían un respeto demasiado parecido al miedo.

Carlos le había comprado un apartamento en la zona más elegante de la ciudad. Allí venía a verla siempre y cuando tuviera tiempo libre. Tenía medio refrigerador lleno de su cerveza preferida. Casi nunca tenía deseos de comer o de hacer el amor. Simplemente se abría la camisa –siempre usaba camisas muy holgadas– y tomaba una cerveza muy fría mientras hojeaba una gacetilla del barrio editada por el farmacéutico. Allí se entretenía con los chismes locales y las discusiones frecuentes entre los mayoristas y los pequeños comercios de la zona que se acusaban mutuamente de acapararse toda la mercadería. Le daba risa toda esa banalidad, así como también los chistes viejos de la época de su abuelo, pero a él igual le parecían muy buenos.

Dormía la siesta hablando solo de tanto en tanto como si sostuviera conversaciones imaginarias con alguno de sus empleados. Luego se despertaba y se dirigía a algún otro lado sin prisa besándola con gran cariño como si fuera su madre.

El apartamento estaba decorado al gusto minimalista poco frecuente en el lugar donde vivían. Los sillones eran enormes, de varios cuerpos de cuero negro y las lámparas brillaban metálicas y cónicas. De vez en cuando interrumpía la monotonía de las paredes blancas un grupo de fotografías de una indígena vieja que iba moviendo en forma circular su mano derecha mientras el artista hacía tomas de ella en todas las posiciones. Carlos había pagado por todo pero no les prestaba a los detalles ninguna atención. Tampoco le importaba si cambiaba el color de su ropa. Ella nunca lo presionaba para que le comprara alhajas porque llevaba siempre el pelo recogido y unas perlas grises que había heredado de su madre.

Pasaba la mitad de sus horas mirando programas de deporte o de viajes en el cable o comprando fruta fresca en el mercado, haciendo enormes ensaladas que nunca comerían y acabarían pudriéndose en menos de una semana.

Había conocido el amor o la pasión por un descuido o una casualidad cuando alguien marcó su celular equivocado y ella curiosa y aburridísima le respondió la llamada, comenzando una relación verbal que había terminado en un verdadero incendio.

Eran más las ocasiones en donde se hablaban o se escribían mensajes que las que se podían tocar y ver ya que Carlos acudía al departamento de improviso y sus rutinas eran tan cambiantes que era siempre imposible predecirlas. Como ella tenía una vida recluida y ordenada decidió tomar clases de pintura en vidrio con una egresada de bellas artes que vivía en los confines de la ciudad. Este trayecto le daba tiempo suficiente para ser demorada sin demasiadas excusas.

De tanto en tanto concurría a las clases y fingía admirar los ceniceros y las máscaras de su profesora, ofreciendo a comprárselas como si se tratara en realidad de obras maestras. De vuelta en su casa colocaba los objetos en las largas mesas vacías o en la pared como si hubiesen sido hechas por manos de principiante.

Se pasaba el día y la noche pendiente de las llamadas a su celular y recordando los encuentros en un pequeño hotelito del barrio periférico. Evocaba como si fuera un sueño la hermosa cara del amante con los ojos oscuros irradiando placer y ternura en todos los encuentros violentos y transitorios.

Por eso cuando Carlos la confrontó con el mensaje ella usó la tímida excusa que debió ser un mensaje equivocado. Los números se mezclaban todo el tiempo. Como ejemplo mencionó un correo de voz que le había dejado un individuo hosco rezongando a su hijo por no haberse presentado a tiempo en un examen de la secundaria.

Sin embargo, mientras pronunciaba las palabras mecánicas de la excusa supo que al engañar al Gran Carlos pesaba sobre su vida una condena.

No quiso acudir a la policía porque él tenía amigos en todos los estratos de la vida social y además se sentía enormemente culpable. Como precaución cerró todas las puertas y ventanas, prendió el aire acondicionado y se sentó con las piernas cruzadas en uno de los sofás más extensos. No quiso llamar al amante para no implicarlo.

Sonó el celular. Era un aviso de la compañía telefónica ofreciéndole un nuevo contrato más conveniente y a mejores precios. Fue al refrigerador a servirse una de las cervezas heladas de Carlos aunque no le gustaba la bebida tan fría y tan amarga. La piel se le erizó por el frescor del ambiente junto al del líquido ámbar en la garganta.

Prendió el televisor. Un viajero inglés recorría innumerables ruinas en un país islámico empobrecido. En otra toma acariciaba gigantescas alfombras bordadas en seda en uno de los mercados. Se reía festejando chistes que los comerciantes locales apenas entendían y terminaba bebiendo una mezcla oscura de hierbas en un vaso rodeado de un asa de metal labrado.

Sabía que el portero del edificio no dejaría entrar a cualquiera pero recordó los múltiples recados que le mandaba Carlos o en los primeros tiempos, los jóvenes que llegaban a su puerta con las manos llenas de regalos bien envueltos.

Pensó que iba a morir sin haber tenido el hijo de ningún hombre, cómo podía haber amado con tanta pasión pero sin ningún propósito. Se acordó de las manos de dedos largos y suaves del amante. Una tarde, reposando del amor en medio del estruendo del ventilador antiguo adentro de la habitación del hotelito, él le había preguntado si para ella la muerte tenía cara de hombre o de mujer y ella no había sabido responderle.

No se atrevía a salir para realizar las compras. Allí en el apartamento se sentía más segura o en un territorio que era al menos más familiar para sus movimientos.

Él no vendría personalmente –mandaría a otro a realizar el encargo–. Cuando lo contrariaban siempre dejaba todo en manos de terceros. No había odio ni pasión en la tarea, tan solo premura: lo que había que hacer debía ser hecho y luego sin más trámite seguir con la rutina.

Se sorprendió al oír al cabo de un rato la voz aguda de un niño mientras tocaba el timbre “Señora ábrame que le traigo un regalo”. El gran Carlos debió haberse dado cuenta que la había descuidado durante un tiempo largo. ¿Qué regalo traería? Una fuente bien diseñada para las ensaladas; algún florero importado con rosas amarillas, sus preferidas. Abrió uno por uno todos los candados y contempló un largo rato los ojos rasgados del niño que le hicieron recordar a un hombre que había visto no hacía mucho. Tomó en sus manos el regalo adornado con una cinta metálica y el disparo perforó sus costillas hasta alojarse en el centro mismo de su corazón que había vivido tan poco pero que sangraba tanto.

LA HERMANA

LA HERMANA

Paseaba una noche con el doctor Castellanos, hablando del recién inaugurado servicio de neurología cuando encontramos a un colega, el doctor Bernot, un prestigioso aunque muy joven cirujano de la Facultad. A pesar de haber compartido seminarios y de haber estado juntos en el barco cuando hacía su primer viaje a París -donde fui practicante externo del célebre doctor Depaul- sabía muy poco de su vida privada y asumí que él sabría muy poco de mi vida profesional.
A propuesta de él decidimos entrar los tres en un café de la calle Sarandí, en donde nos pusimos a conversar animadamente. Descubrí al cabo de un tiempo que él conocía mucho más acerca de mí de lo que yo imaginaba; había leído mi trabajo “dos casos de demencia alucinatoria”, el cual alabó elocuentemente, logrando -es para mí difícil negarlo- impresionarme. Poco a poco me fui dando cuenta de que nuestro encuentro no había sido fortuito sino cuidadosamente planeado ya que él quería discutir conmigo el caso de su propia hermana que sufría de constantes agitaciones nocturnas y se despertaba con frecuencia debido a sus terribles pesadillas. No quiso darme más detalles del problema. Se limitó a decirme que la había tratado con trementina, a la usanza de París, pero no había notado ninguna mejoría.
Convinimos en que iría a cenar a su casa como un invitado común el jueves siguiente, cuando regresara del hospital después de un largo día de operaciones.
La hermana era una mujer de unos treinta y cinco años, dotada de un atractivo poco común. Tenía ,al igual que el hermano un ligero epicanto que daba cierta asimetría y exotismo a su mirada y sus labios, de un color mucho más intenso que la piel, esbozaban una semisonrisa casi permanente. No se le conocían amoríos ni noviazgos. Permanecía soltera y no salía mucho de la casa_ ni frecuentaba los círculos sociales del hermano.
Pidió a la cocinera que sirviera la cena con una voz muy suave que escondía sin embargo un dejo autoritario. Su hermano me comentó después que en un año habían cambiado cuatro veces de cocinera ya que ella exigía que todos los días se sirviese un plato nuevo, aunque al mismo tiempo no le daba a las pobres mujeres instrucciones claras de cómo elaborarlo.
La cena resultó sin embargo distendida y la mujer demostró tener una fina inteligencia y un singular sentido del humor.
Cuando terminamos el postre mi colega me convidó a tomar el café en su propio estudio. Ella se disculpó porque debía seguir con un bordado.
El estudio era amplio con gruesos volúmenes cuidadosamente encuadernados. Parecía tener además de los tomos de cirugía cierta atracción por los poetas modernos franceses y un gusto casi obsesivo por los motivos egipcios. Guardaba además en los estantes una colección de pipas oscuras y una calavera barnizada que podría ser definida como bella. Me mostró unos papiros larguísimos, regalo de un paciente que había recorrido Egipto en una de sus misiones diplomáticas.
Mi colega prendió una de las pipas y el estudio se llenó de un aire dulcísimo. Cuanto más contemplaba sus rasgos faciales, más evocaba el rostro delicado de la hermana. Casi hipnotizado por las figuras bizarras de su estudio procedí a discutir el caso de nuestra anfitriona. Le pregunté acerca de sus antecedentes familiares buscando en la genética alguna explicación de su comportamiento pero no había nada anómalo en la familia salvo la desaparición temprana de su padre y la larga enfermedad de la madre , que había muerto hacía dos años , lo cual explicaba la tendencia de este cirujano al ensimismamiento y a la melancolía.
En otra de mis visitas que se hicieron más frecuentes, procedí a preguntarle acerca de los hábitos y las pequeñas costumbres de su hermana. No tenía ninguna creencia religiosa y salía muy poco. Frecuentaba solamente las grandes tiendas donde compraba género o hilo de seda para sus bordados que ocupaban la mayor parte de su tiempo. Solía interesarse ávidamente por las actividades de su hermano y en los años en que este estudiaba su carrera se quedaba hasta tarde en la noche ayudándole a repasar los textos para el día del examen. Los jueves, cuando este llegaba del trabajo ,luego de la sobremesa se sentaban en la sala bajo la luz oblicua que arrojaba la pantalla y él le relataba paso a paso las operaciones que había realizado. Este hecho parecía producirle un placer infinito. Le pedía todo tipo de detalles y quizás a raíz de los relatos comenzó a tomar prestados sus libros de anatomía para poder bordar sobre sus lienzos los órganos que él le describía. Recuerdo haberla visto en una de mis visitas con el Brandot y Saint-Paul sobre una mesa reproduciendo un corte que mostraba a la tráquea cervical. Ella leía y procuraba repetir los colores de los músculos, las venas y cartílagos buscando entre los numerosos hilos de seda los matices que más se aproximaran a las descripciones que le hacía su hermano. Con frecuencia consultaba con él el tono de color exacto y la textura que tenían los órganos dentro de los cuerpos vivos.
Un paisaje, como ella les llamaba podía a veces llevarle más de un mes en su obsesión tremenda de lograr la tonalidad deseada. Leía pocas novelas y evadía todas las distracciones que hubieran agradado a cualquier otra mujer. No le interesaban las noticias de la vida ajena e incluso al enterarse de un fallecimiento respondía con cordial indiferencia.
Tampoco los sueños podían inducirme a explicar la naturaleza de su patología. Se trataba de narraciones mediadas por el hermano y nunca podía adivinar si eran producto de una visión directa o si se trataba de transformaciones púdicas de mi propio colega. No entendía bien para empezar por qué ambos insistían en llamarlos pesadillas. Recuerdo que soñó una vez con un barco de velas blancas que surcaba un mar enteramente blanco. Las velas parecían despedir un olor muy fuerte, como el de la trementina. Mientras lo soñaba no comprendía bien si se trataba de una pesadilla o de una imagen placentera. Sólo supo que al despertarse tenía el rostro mojado aunque no sentía tristeza. Le pregunté al hermano si leía con frecuencia leyendas heroicas, pensando en la tragedia de Tristán e Isolda, pero al parecer de la leyenda solamente recordaba los nombres. Tampoco tenía el hábito de asistir a la ópera y no creí notar en el sueño algo tan anormal que provocara sus agitaciones.
Le di por fin al preocupado hermano mi diagnóstico.: se trataba de una neurastenia benigna. Nadie podía obligarla a una sociabilidad forzada con otras mujeres, que sin duda tenían otros intereses menos exigentes; ni su excentricidad ni su deseo de permanecer soltera para cuidar de su melancólico hermano eran hechos reprobables. Le aconsejé que se trasladara a algún balneario o que realizara un largo viaje a fin de distraerse un poco de sus fijaciones.
Pareció satisfecho con mis opiniones. Yo no volví a encontrarlo luego de su viaje a Buenos Aires primero y a Río de Janeiro. Castellanos me contó sin embargo que un día en el anfiteatro miró hacia la sala de operaciones y se sorprendió de encontrar junto a Bernot, enteramente vestida de blanco, con una mano debajo de la masa muscular recién cortada -las pupilas dilatadas como en una ensoñación- a la hermana, iluminada por las luces blancas como la arena que hiere al fulgor del mediodía.

LA COLCHA

LA COLCHA.

“You must sit down,sayes Love,and taste my meat:

So I did sit and eat”

George Herbert

Ellos debían amarse porque dormían todas las noches juntos en la misma cama. Ella dormía del lado izquierdo y el del lado derecho, porque ella leía hasta tarde y él miraba los programas de trasnoche en la televisión hasta quedarse dormido. Ella se despertaba dos o tres veces por la noche mirándolo y tocándolo a ver si seguía allí; él también se despertaba con frecuencia porque tenía temor de ahogarse bajo las sábanas.

De día todo parecía volver a la normalidad. La luz iba separando los colores de las cosas que se iban presentando a los ojos que se abrían positivos y distintos y el olor del café en el desayuno los volvía a poner en contacto con los proyectos cotidianos y los mejores propósitos.

Pero de noche los objetos y deseos comenzaban a mezclarse y confundirse. La lámpara angular en una de las mesas de luz proyectaba en la pared una larga y delgada fila de ojos y cuando la apagaban, la oscuridad absoluta del cuarto los desorientaba y el dormitorio parecía cambiar sus proporciones y sus límites.

No tardaron en llegar las pesadillas, primero breves y casuales, pero que se fueron repitiendo cada vez con más intensidad y con mayor frecuencia hasta adquirir proporciones simbólicas en la vida de la pareja.

Él soñaba que estaban juntos en una pequeña feria de dos o tres calles. Era invierno y tenían mucha ropa encima -o habían engordado-. Con una bolsa azul de red recorrían los puestos palpando las verduras y oliendo la fruta para elegir la más madura. Mientras esperaban a que los atendiera uno de los feriantes, los párpados comenzaban a pesarle y aunque él luchaba con toda su energía por no quedarse dormido, en medio de aquella agonía sobrevenía el sueño o la asociación de imágenes aquella. El ya sabía exactamente cómo se repetiría la secuencia y el feriante nunca llegaba a tiempo para despertarlo. En cuanto se le cerraban los ojos comenzaba a ver como en una película sobreexpuesta un cuerpo de espaldas de lo que podía ser un hombre o una mujer atado de pies y manos a una cama de bronce, con cierto parecido a la cama matrimonial de su padre. El cuerpo, muy blanco y muy fláccido estaba cubierto por unas manchas largas de colores indefinidos y a pesar de que nunca conseguía discernir si se trataba de moretones o de marcas pintadas, su contemplación le producía un malestar infinito.

Ella soñaba en cambio que despertaba luego de una noche de interminables malentendidos y él no estaba allí. Era domingo y buscaba algún mensaje con su letra en toda la casa, pero no encontraba ni siquiera una nota que pudiera tranquilizarla. Sin conseguir calmarse telefoneaba a varias personas hasta que una antigua compañera de oficina de su madre ,le repetía una lista larguísima de números donde podría encontrarlo. Comenzaba a llamar uno por uno en orden alfabético y de pronto se daba cuenta al mirar por la ventana que se había hecho de noche y que había pasado el día entero buscándolo. El último teléfono correspondía a un local comercial en donde estaban festejando un cumpleaños. Apenas podía oírse la voz ronca y cansada del otro lado de la línea. Decía no conocer a nadie con ese nombre en la reunión pero que iría a preguntarle a alguno de sus hijos. Mientras esperaba durante horas sentía la música irritante del contestador y luego un chillido metálico intermitente y nunca sabía si debía seguir en línea esperando una respuesta o si se había cortado la comunicación definitivamente. Se despertaba casi sin poder respirar y con los ojos enrojecidos y húmedos.

No supieron bien cuando o cómo pero los sueños empezaron también a invadirles la vigilia. Al principio ninguno de los dos quiso aceptarlo pero comenzaron a demorar la hora de dormir, quedándose después de la cena en sobremesas que eran casi interminables. Encontraron que si tomaban demasiado licor o cerveza para relajarse lo único que lograban era acelerar la hora del sueño y de la pesadilla constante.

Una vez que se lo confesaron mutuamente, decidieron estudiar el fenómeno para combatirlo. Se estudiaron el uno al otro los padrones y los ciclos del sueño y la vigilia. Acordaron dormir por turnos; mientras uno dormía el otro procuraba que su pareja no lograra entrar en el sueño profundo y pudiera así evitar la pesadilla. Pero el sueño entrecortado los llevaba a dormirse mientras hacían la vela. Otras veces creyendo poder controlar los ciclos y sus límites, se les adelantaba la secuencia, llegando a padecer en ocasiones el doble terror de los sueños sincrónicos.

Los temores consiguieron afectarles las pequeñas rutinas aceitadas de sus vidas. Él salía cada vez con más frecuencia hasta tarde con amigos y la dejaba sola. Volvía hablando muy fuerte con una alegría falsa buscando acariciarla compulsivamente en medio de la madrugada. Ella también comenzó a alejarse del lugar donde vivían. Sin avisarle nada se subía en un ómnibus interdepartamental y viajaba durante horas hasta llegar a un balneario cualquiera en donde se bajaba y a veces leía el diario en un café o terminaba vagabundeando por la costa.

Decidieron separarse, pero los sueños no los abandonaron. Volvían a ellos con mayor nitidez y al horror intermitente de las repeticiones se agregaba al despertarse la nostalgia por el otro que no estaba. Volvieron a llamarse, a verse y a tocarse prometiendo seguir juntos ayudándose para poder enfrentar cada noche los sueños cuando regresaran.

Volvieron las ojeras, los alejamientos frecuentes y las ganas de despedazarse. Los sueños se hicieron más tersos y lentos con colores que parecían fijados cuidadosamente por algún restaurador de imágenes. Ahora las secuencias parecían haber incorporado variedades de música y perfumes que creían reconocer durante el día.

Pensaron en una separación definitiva. Se acostaron esa noche casi sin hablarse, con palabras que sólo tocaban la superficie de las cosas, con frases inmediatamente vinculadas a acciones cotidianas que llevaban a cabo al terminar el día: apagar el gas, sacar la basura, ajustar el botón de la hora en el despertador.

Cuando sonó la alarma y ella se despertó él ya había abandonado el departamento. Desayunó y al no localizar ningún mensaje no siguió buscando y se dirigió a la calle. Le costó encontrarlo y sólo pudo reconocerlo de espaldas caminando entre la muchedumbre por el azul brillante de una franja en su campera. Consiguió alcanzarlo y caminar a su lado oyendo los murmullos y los gritos de las otras personas que realizaban sus compras en la feria. Le sugirió que caminaran unas cuadras más allá que miraran otros puestos. Recorrieron las mesas con libros costosamente encuadernados y escucharon los diálogos de dos vendedores que ofrecían a unos turistas un fuelle de cobre repujado y una serie de tarjetas de principios de siglo con ángeles obesos y desmelenados.

Se detuvieron frente a una tienda de antigüedades en una de las calles laterales. Un hombre amable y persuasivo que debía ser el dueño les sugirió que miraran las piezas más recientes que les habían enviado en el piso de arriba, al que debían acceder por una escalera raquítica con peldaños de hierro. Subieron curiosos y se encontraron con un dormitorio antiguo, convencional de los que se exhiben reformados en algunas casas de decoración: la cama con el respaldo ornamentado sin lustrar, las mesas de roble, las lámparas de opalina encendidas en pleno día para lucir sus colores delicados. Sólo les llamó la atención una antigua colcha nupcial con bordados húngaros o eslavos, extendida lánguidamente cayendo a ambos lados de la cama de bronce. Sobre la superficie desvaída de la seda las enredaderas en relieve parecían desbordarse de los límites de la tela y múltiples frutas pequeñas y brillantes caían resbalándose en los entramados de hojas y de tallos.

En un costado de la habitación la puerta central de un ropero con un espejo oval, semiabierta, reflejaba la cama de bronce y la ventana invertida. Aunque la luna del espejo tenía el azogue levemente gastado cerca de los bordes, los dos pudieron ver con extrañeza y sin reconocerse, el movimiento de sus cuerpos blancos sobre la colcha bordada. Ajenos a los ruidos y al tráfico del lugar los dos gemían y rodaban olvidados sudando como dos animales sin dueño. Asombradísimos, los vieron alejarse cada vez más del ajetreo externo y de la doble mirada del espejo en dirección al centro neutro y oscuro del placer. Vieron como las plantas de los pies se les deshollaban al vibrar y las enredaderas bordadas subían por las llagas y se extendían hasta cubrirles el cuerpo, deteniéndose en las pieles blancas, tatuándolas con sus exuberantes colores.

Siguieron moviéndose un tiempo más, elásticos y enredados entre las hojas móviles que se iban desplazando hasta que el cansancio los hizo detenerse. Lentamente, los cuerpos se fueron enfriando y los diseños en relieve fueron desapareciendo de las pieles. Inmóviles y muy blancos se tendieron, paralelos, durante unos instantes hasta que el ruido de un reloj les hizo recordar la hora y se vistieron apresuradamente y bajaron la escalera de peldaños delgados y se dirigieron a la calle sin detenerse a saludar al dueño.

LA SERENATA

La serenata

Iba a ser una gran sorpresa. En las oficinas, todos cuchicheaban recolectando la plata de aquí y de allá, callándose cuando ella abría la puerta de repente. En estos últimos días, se la veía deambulando entre la gente con sus ojos cansados, verdes y nostálgicos, con el deseo obsesivo de no dejar tras de sí ningún asunto pendiente.

Era una mujer que estaba a punto de jubilarse, y todos coincidían en que había sido una buena jerarca. Llegaba puntualmente a la oficina, marcando su tarjeta rosada en el reloj odioso de la máquina. Cumplía con todo su horario. Repartía las horas extras del modo más justo posible entre todas las secciones que estaban a su cargo. Tenía un modo de hablar muy dulce, pero sabía transmitir las órdenes exactas. Tomaba tés frutales a lo largo del día y siempre había una taza con aroma a naranja, durazno o frutilla para convidar a todos los que la abordaban y así quitarle importancia a los problemas.

Tenía la espalda levemente encorvada y las canas tapadas con un matizador llamado Sol de otoño. Vestía casi siempre batas cómodas de colores claros, y no levantaba nunca, por más que se irritara o descontrolara, el tono de la voz.

Una de las muchachas recién casadas de la oficina tenía un esposo que de día era empleado en una ferretería industrial y por las noches cantaba junto a un grupo de mariachis. De modo que decidieron contratarlos para la fiesta de despedida que se celebraría la semana entrante.

La casa de la jefa era antigua, posiblemente de los años cuarenta, con un balcón que daba a la vereda en el piso de arriba. Tenían los movimientos totalmente anticipados. Solo faltaba que llegaran la hora y el día.

Ella se levantó esa mañana, preparó un ligero desayuno y se sentó a leer números viejos que había en el revistero, esperando que pasara el día. A instancias suyas, la empleada le ayudó a acomodar las carpetitas sobre los sillones, a limpiar los retratos de sus hijas y sus nietos tomados en un estudio por los años sesenta, y a desempolvar las tallas de cristal que adornaban el aparador del living. Después barrieron con dos escobas de nylon la tierra del patio, y colgaron las cortinas de voile recién lavadas.

A las ocho comenzaron a llegar los invitados más puntuales, y la casa comenzó a iluminarse. Cada huésped traía bebidas refrescantes o vinos. En la cocina había enormes paquetes de sandwiches o masas. La gente se veía un poco distinta de su aspecto habitual en la oficina. Se habían esmerado más, como si fueran un pueblo en una fiesta campestre, con el cabello simétrico y las sombras que les oscurecían los ojos.

Ella también se veía diferente, con la mano apoyada en el brazo de su marido moviendo los pliegues del vestido alucema, acariciando el viejo prendedor de stras que imitaba una canasta de flores silvestres. Parecía una vieja actriz que se hubiera retirado a tiempo del mundo del espectáculo.

Llevó a los huéspedes a su extenso jardín que desembocaba en un patio mediano. Por todos lados crecían árboles frutales. Había un nogal con su madera rojiza, un duraznero, dos ciruelos, y un naranjo que tenía apenas abiertas sus flores de azahar. Al caminar por la larga fila de árboles plantados imaginaban los ciclos de floración y de maduración de las frutas. Había que cuidarlos mucho: los insectos a menudo atacaban cualquier brote que estaba por nacer.

Les llamó la atención no encontrar animales en una casa tan amplia. La madre de ella había tenido un perro pero había muerto hacía tiempo.

Al cabo de unas horas comenzaron otra vez los secreteos. El marido, cómplice, se retiró a la calle diciendo que iba a buscar algo. A los amigos les quedó encomendado llevarla hacia el balcón de arriba con las macetas lustradas y la baranda de mármol.

El barrio estaba avisado y se podía ver más de un curioso mirando el espectáculo. Allí abajo había seis charros, algunos con sus sombreros puestos cantándole Serenata sin luna, Que se me acabe la vida, Adelita y algunos corridos. Ella parecía conmovida, con la luz del cuarto inundándola y el marido debajo coreando algunos estribillos.

Las voces de los hombres subían emocionadas. La homenajeada recordó alguna vaga escena de una matiné de cuando era soltera y le sudaron las cejas y se le colorearon las venas de las mejillas. Los mariachis siguieron tocando en el jardín respondiendo a pedidos que venían dedicados, las voces y las trompetas brillando en la noche como los bordados que hacían más llamativos a los charros.

La comitiva quedó silenciosa y arrobada. Recordaron sus propios amores, los felices y los que llevaron al desencanto, las borracheras tristes cuando procuraron olvidarlo todo. Estaba entrada ya la primavera y el sonido hacía más tibio el perfume de los azahares en el aire.

A instancias de unos cuantos se retiraron todos, pensando que ella estaba muy cansada. Tenía los ojos encendidos, quizá por la emoción, o por la mezcla del calor y el vino blanco. Se sentó junto a su esposo en una de las sillas de plástico y le tomó la mano muy despacio.

Miró la hora en el reloj pulsera y se dirigió, movida por un impulso súbito, a la cocina. El marido se ofreció a ayudarla a lavar, pero ella le respondió que solo iba a prepararle la comida a los gatos.

Con las manos cubiertas de anillos, que emitían discretos destellos bajo la luz anaranjada de la lámpara, se dirigió a la heladera, donde guardaba un platito con carne picada cubierto con una servilleta negra.

Trajo todas las copas rotas que quedaron en la fiesta. Tomó un par de ellas, las envolvió en los pliegues del repasador y, con una pequeña masa de madera, molió los cristales con sus dedos suaves y precisos.

Después, como si hiciera una pasta homogénea, mezcló bien las astillas de vidrio con la carne, delicadamente, sin cortarse.

Se dirigió hasta el fondo del jardín

- Mish, mishi, mishi, mish -susurró.

Cualquier día iban a estropearle el final de la fiesta perfecta con sus aullidos de celo interminables.

Tema Fantástico, S.A.. Imágenes del tema: fpm. Con la tecnología de Blogger.